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Foto del escritorGonzalo Visedo

¿Dónde está la vieja?

Ocurrió hace unos años en casa de mi venerable, anciana, y algo dura de oído, madre, probablemente la única mujer que me comprende en este mundo cruel, como tantas otras benditas madres, heroínas ellas, que sólo entienden a sus hijos idiotas. Como decía, estaba yo intentando arreglar, como en apariencia buen hijo que soy, el follón del cableado trasero de su televisión, cuando, en una muestra diáfana de lo poco manitas que soy, provoqué el desastre con un absurdo movimiento: el aparatoso electrodoméstico de tubo de color, ya saben, esos de culo enorme que chocaban con la pared, cayó estrepitosamente contra el suelo, rompiéndose en mil pedazos.


En el fondo, la pérdida de la tele casi fue una alivio para mi venerable madre. El motivo era que, cada vez que había que manipular un cable o pasar la escoba por esa zona, parecía que tenías que mover un búfalo tras una comida opípara. Mi madre, tras el accidente, maniobró con rapidez, no era plan quedarse sin su teleserie vespertina favorita. Lo primero que hizo fue ir al Corte (en terminología de madre, el Corte Inglés) que hay cerca de casa y, usando la tarjeta del susodicho centro, compró “una tele grande de esas planitas que tiene todo el mundo”. Eso sí, me pidió que el día que trajesen semejante adelanto tecnológico, estuviese yo presente para que me explicaran detalladamente cómo funcionaba, y, luego, yo se lo explicase a ella, como Dios manda.


Y eso hice: el día de marras, allá estaba yo, peinado con raya a un lado, con las gafas limpias y el bloc de apuntes, esperando las explicaciones de los técnicos. No recuerdo las caras de los empleados que subieron el aparato a casa de mi anciana madre, quién se acuerda de esos detalles; sin embargo, sí recuerdo perfectamente la cadenita plateada que colgaba del cuello de uno de ellos, dejando que resplandeciera en su velludo pecho. Recuerdo también su forma de hablar, su deje de barrio, con cierto alargamiento de las jotas, con tono jactancioso en cada cosa que explicaba y ese toque arrabalero de quien ha jugado en descampados con sus colegas ‘el Rata’, ‘el Orejas’ y ‘el Chinas’; o eso pensé para mis adentros, como buen niño educado junto a los curas hasta los quince años. Por aquel entonces, los únicos quinquis que había visto eran los de las películas de José Antonio de la Loma y Eloy de la Iglesia.


Y con esas ideas dentro de mí, era normal que ocurriera el incidente, o la anécdota, que ha pasado a la historia de las instalaciones televisivas de la humanidad, que debería ser objeto de análisis detallado por parte de antropólogos, sociólogos, y, seguramente, psicólogos.


Expliqué a los dos operarios que mis torpes manazas hicieron caer, cual Torre de Babel, la vieja televisión de tubo y que no sabíamos qué hacer con semejante mamotreto estropeado. Enseguida me tranquilizaron, me dijeron que ellos se la llevarían, pero primero había que instalar la nueva. Sacaron la tele plana de su embalaje, mi madre se maravilló al verla, y les dejó conmigo para que me contasen las cosas técnicas, que para algo había estudiado yo una carrera, vamos, como si fueran a describirme el cuadro de mandos de un cohete a Marte. El tipo de la cadenita plateada en el cuello llevaba la voz cantante, como el del medio de Los Chichos. Cogió el mando y me explicó con su deje de sobrao los canales que teníamos a nuestra disposición, me informó de las opciones preferidas que tenía sintonizadas en su casa, se quejó de lo mal que le pagaban, del calor qué hacía esa mañana (“y eso que sólo estamos en marzo”), me detalló la garantía y, finalmente, me miró fijamente a los ojos para soltarme:


- ¿Dónde está la vieja?


¿Saben esas películas de acción americanas que en el momento cumbre meten un ralentizado pedante del protagonista en medio del caos con la voz en off angelical de una mezzosoprano? Pues igual me ocurrió a mí: el tiempo se detuvo, pero sin el trasfondo operístico. ¡No podía creer que el tipo fuera capaz de decirme algo así! Por mi mente pasaron recuerdos de infancia, volví a ser el niño con gafas y orejas a lo Dumbo acojonado ante el 'malote' que robaba las canicas en el patio. La cadena al cuello, y el tatuaje patibulario del antebrazo, me hicieron responder lo siguiente:


- Eeh, sí, un momento...— Saliendo al umbral de la puerta de la sala de estar y alzando mucho la voz, conocedor de la dureza de oído de mi anciana madre, grité a través del pasillo:


- ¡Mamaaá!... ¡Oyeee, ven pa acá que este señor te busca!


Cuando volví la cabeza, me encontré con el gesto atónito del técnico de la cadenita y de su compañero. El primero alcanzó a abrir la boca para, con una sonrisilla nerviosa, aclararme:


- No, si yo me refería a la tele vieja... vamos, la que se rompió.


Sí amigos, así es, lo cuento tal y como ocurrió. Lo sé, merezco un linchamiento en las redes sociales como Dios manda. Que pidan mi despido, si tuviera un trabajo digno, claro, o mi inhabilitación social, si fuera alguien relevante, o incluso compartir celda con Bárcenas y Junqueras. Todo ello por tener la mirada sucia además de las neuronas muy retorcidas. En el Museo Universal del Idiotismo, me han dejado para mí solo la planta segunda. Allí aparece un retrato de mi rostro mirando a lontananza, con una cadenita de plata colgando del cuello.


Ya saben, amigas y amigos, no se pueden tener prejuicios de antemano ni juzgar con un vistazo a la gente. Y si lo hacen... al menos disimulen bien. Ahora, cada vez que me siento a ver junto a mi venerable, anciana, y algo dura de oído, madre, su enorme tele planita de ésas que tiene todo el mundo, no puedo dejar de sentir en mi cara el resplandor de una cadenita plateada.



Foto Gonzalo Visedo.



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