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  • Foto del escritorGonzalo Visedo

El último hombre digno

Lugar: Centro Penitenciario Madrid IV, Navalcarnero (Madrid) Fecha: 21/12/2013 Hora: De 17:30 a 20:00, cada dos sábados. Protagonistas: Grupo de internos del taller de cine (aula sociocultural).

Un tal David Ackert (al parecer actor de series en Hollywood) escribió una vez que los artistas son esos extraños seres que, a pesar de las penurias, incomprensiones y, sobre todo, rechazos (recibe más “noes” en un año que los que recibe cualquier persona a lo largo de su vida), están dispuestos a dar la vida entera por aquella línea, risa, plano, lienzo, acorde o interpretación que le robe el alma al público. Cuando se produce ese momento, detenido en el tiempo, cuando tocan el corazón de alguien, en ese instante están más cerca de la magia o perfección de lo que nadie jamás pueda estar.

La primera vez que crucé la enorme puerta corredera de gruesos barrotes de la prisión de Navalcarnero, intenté ponerme en el pellejo de todo aquel que un día decidió traspasar la línea que va más allá del bien, o de la normalidad, si ustedes lo prefieren. Se pueden discutir los motivos que llevan a ese lugar: si es por maldad congénita, por ambientes intoxicados u orígenes más o menos duros, o podremos discutir sobre justicias ciegas, o no, o si la mayoría de los que allá entran es por algo que han hecho y merecen estar en ese lugar o, para algunos, deberían pudrirse hasta el final de los tiempos. No soy yo el que vaya a poner a debatir sobre ello, o quizás sí, porque imagino que habrá razones justas, entre ellas el mal causado a las víctimas, obviamente. Lo único que empíricamente puedo aportar al debate es la extraña (y fría) sensación que produce el sonido de la enorme puerta de barrotes de acero cerrándose a tu espalda. Creo que es algo que se queda clavado en el  subconsciente de cualquiera, sobre todo si vas a pasar una larga temporada tras ella.

Hace año y medio, más o menos, una amiga me comentó por su contacto habitual con organizaciones tipo ONG, que buscaban a alguien para dirigir un taller de cine en una de las prisiones de Madrid. Por supuesto, tendría que ser por amor al arte, como casi todas estas cosas en estos tiempos oscuros, si bien, la Administración por no pagar, no paga ni la gasolina con las que nos desplazamos hasta los lejanos centros, pero ésa sería otra historia que ahora no viene a cuento. El caso es que siempre me había llamado la atención acercarme al mundo carcelario. Si uno escribe historias, y muchas veces las protagonizan personajes que han pasado esa famosa línea antes mencionada, creo que es importante encontrarse con ellos para así tratar de evitar acudir al cliché o los lugares comunes que nos ha regalado la ficción a lo largo de los siglos. Comprobar de cerca que el monstruo, en el fondo, pueda ser alguien como tú o como yo en lo cotidiano, alguien al que, al final, le van a emocionar o gustar las mismas cosas que a ti.

De todas formas, no vas a impartir un taller a la cárcel y nada más llegar preguntar a cada interno: “oye, ¿tú qué has hecho?… anda, cuéntame, que tengo que hacer la tarde”. De hecho, lo primero que me dijo Álvaro (el coordinador de Solidarios, la organización que lleva años enviando voluntarios para acompañar a mendigos, presos u ancianos…, es decir, “los olvidados” de la sociedad) era una verdad de Perogrullo: no se puede ir allá para preguntar qué han hecho.

– Si te enteras de que en tu taller tienes un asesino múltiple, qué le preguntarías.

– Eeeeh… ¿cuál es tu película favorita?

– Bien, veo que vas entiendo.

Cuando íbamos en su coche camino de la prisión para presentarme en el primer día del taller, me dijo algo de manera tajante: no te lleves a engaños, la mayoría de los que están allá es por algún motivo… y probablemente lo merezcan. Si vas allá para juzgar, algo que puede entenderse desde un punto de vista moral, es mejor no plantearse algo así, mejor quedarse en casa durmiendo una satisfactoria siesta; si sólo deseas curiosear por el morbo de ver cómo es una cárcel por dentro, como si te llevasen a una atracción de feria a ver a la mujer barbuda y al hombre con dos cabezas, éste tampoco es tu lugar, mejor no ir. También debes tener claro que el sistema penitenciario en España, según dice la propia Constitución Española (artículo 25.2), es un sistema garantista, donde claramente se expone que las penas privativas de libertad están orientadas a la reeducación y reinserción social.  Se trata (al menos ésa es la intención) de rehabilitar al que un día la cagó. Y yo creo que, a veces, importan las buenas intenciones, aunque no siempre consigan ser exitosas.

Lo primero que me llamó la atención al llegar a la prisión fue el parecido con un colegio. Pues sí, ves rejas, ves alambradas, ves muros, pasas unos cuantos puestos de control, y de seguridad, pero hay momentos en que recordé el colegio de curas, quizás porque aquello también tuvo algo de prisión. Concretamente en Navalcanero, una vez pasas la puerta de entrada, llegas al control principal, y luego otro más, con la burocracia pertinente, revisándote todo lo que llevas (no puedes introducir el móvil, ni ningún líquido o comida), para finalmente llegar a lo que llaman la M-30: un enorme pasillo que no tiene fin, cubierto por un techo de uralita (en invierno entran unas corrientes de aire un tanto peliagudas ya que las prisiones están situadas en pleno campo, en este caso del que hablo es la meseta castellana pura y dura, tanto en verano como en invierno) que rodea un campo de fútbol, conectando los distintos módulos que forman la prisión, en los que hay internos de todo tipo: desde los que acaban de entrar y se les tiene un tiempo en un módulo para que se vayan adaptando a su nueva situación, hasta los conocidos como “imposibles”, o digamos peligrosos.

El área socio cultural está al otro lado del campo de fútbol, por lo que tienes que dar prácticamente la vuelta a la M-30, sin desviarte, claro, salvo que tengas intenciones de quedarte. Mientras caminas por el largo pasillo, notas el olor de la cena, que ya a primeras horas de la tarde se está preparando. Se puede decir que en la cárcel tienen horarios anglosajones: se levantan muy pronto, se come pronto, se cena pronto (a eso de las ocho)… y tienes todo un largo día que pasar lo que mejor que puedas, imagino que intentando no hacerse demasiadas preguntas sobre el motivo de estar allá, o calculando lo que queda de estancia.

El módulo donde imparto el taller se encuentra junto al pequeño polideportivo, donde ves salir a tipos como armarios, generalmente llenos de tatuajes, con ojos que trasmiten haber visto y hecho lo suficiente como para no conocer el miedo. Cuando te cruzas con ellos, resulta complejo mantener la mirada altiva de la mayoría de ellos, disimulando que vas por allá como quien baja a comprar el pan, por eso es importante mantener las formas, hacer como que no pasa nada, que todo resulta muy normal, así que cuando dices “buenas tardes” a un tipo cuyo brazo es tres veces el tuyo, resulta alentador escuchar de vuelta un “hola, buenas tardes”, y descubrir que incluso en el supuesto “infierno”, existen los pequeños gestos cotidianos cargados de buenos modales.

Las aulas son como las de una escuela cualquiera, en mi caso, además, tiene una pantalla plana en la parte de atrás, donde luego se instala un home-cinema, siempre gracias la eficaz labor de los presos de confianza que gestionan todo el área, como Quique, un chaval encantador que se encarga de la logística del teatro y el área socio-cultural, o Rolando, un cubano ya mayor, un tipo cultivado y cinéfilo con una vida muy interesante, con el que tenía conversaciones sobre cine y libros, pero que también aprovechaba para contarme sus devaneos como extra en el cine español, o que durante años tuvo un bar en la zona de Chueca (antes de ser el icónico barrio gay que es hoy en día), y con el que siempre tuve curiosidad por saber qué le llevo a este lugar. Por desgracia, este año le han apartado de esas funciones, no sé muy bien el motivo, aunque esas cosas a veces es mejor ni preguntarlas.

No piensen que en las prisiones españolas van a ver tipos armados hasta los dientes, gente caminando a saltitos con grilletes en pies y manos y uniformados de color butano, como vemos en las pelis americanas. Los presos aquí van de paisano, y el personal lo forman funcionarios, que no son cachas expertos en artes marciales, ni antiguos comandos retirados de los SEALS. La mayoría es gente corriente, que han aprobado una oposición, de cualquier edad, sexo y procedencia;  así que puedes encontrarte con una señora que, por su aspecto, perfectamente podría estar trabajando en el Corte Inglés, pero que aquí conduce a un grupo de presos, tamaño de armarios, a sus módulos correspondientes. Hay guardias civiles, eso es indudable, pero generalmente están por fuera del centro, y tampoco los ves armados hasta los dientes.

Una vez le pregunté a un funcionario, ya madurito, con su barriga de español de mediana edad, que si había una bronca, o una reyerta, cómo actuaban.

– Con sentido común y psicología, aunque si hay un ajuste de cuentas, una vez terminan lo que tienen que hacer, el arma fabricada (hay auténticas obras de ingeniería a este respecto) te la suelen entregar. De primeras, no buscan un problema con el funcionario.

Cada dos sábados voy junto a dos profesoras de Yoga (Marisol y Sonia), que llevan años impartiendo clases en la prisión. Compartimos gastos de gasolina, y debo decir que sus talleres son bastante populares, cosa que entiendo, el paso del tiempo debe provocar cierto anquilosamiento, por no decir ansiedad, por lo que para muchos el yoga es una forma de evadirse de la realidad. Durante la primera temporada en la cárcel, de hecho, comprobé que mientras sus talleres se llenaban cada día, el mío por desgracia se iba vaciando. La asistente social que se encarga de todos los temas socio-culturales buscó interesados sobre todo entre los presos más jóvenes. Indicar que para poder asistir al aula cultural, sea al evento que sea, deben demostrar un buen comportamiento, al parecer no todo el mundo tiene acceso a esta posibilidad. La cosa empezó bien, yo traté de agradarles poniendo alguna película de temática callejera, que más de uno me pidió, combinándolas con otras seleccionadas por mí. Títulos míticos como “Deprisa, deprisa” de Carlos Saura, junto a otros más modernos como “Barrio” de Fernando León de Aranoa, o películas más recientes, de gran éxito, pese a lo bajo de su presupuesto como “El mundo es nuestro” de Alfonso Sánchez, o “Carmina o revienta” de Paco León

Pero un taller de cine, aparte de que puedan entretenerse durante un par de horas, también tiene que ser un descubrimiento. Una parte importante de los asistentes al primer taller eran latinos o extranjeros. Más adelante, debido a la baja afluencia, pedí que se abriese a gente de otras edades, y vinieron españoles más mayores, aunque tampoco aguantaron mucho tiempo, la verdad. Descubrí que algunos no habían visto en su vida cierto tipo de cine, y no habían oído ni siquiera hablar de nombres como Chaplin, Keaton, o los hermanos Marx, por poner algunos ejemplos. Y eso era para mí un aliciente, además de dar sentido a las tres horas que compartía con ellos: que vieran cosas que nunca descubrirían por sus propios medios. De hecho, más de uno, en especial los más jóvenes, confesaban cambiar de canal en cuanto se topaban con una película en blanco y negro en la televisión. Eso me animó a hacerles ver que ese cine clásico sin colores, y con aspecto aburrido, es el origen de todo lo que hoy en día les pudiera gustar. También es verdad que fui demasiado intrépido pensando que podrían ver cualquier cosa. El día que programé “El ángel exterminador” de Buñuel, salieron todos soltando pestes, y acordándose de los ancestros del autor de “Las Hurdes”. Temí que el surrealismo produjera un motín, lo que sería a su vez, algo surrealista.

Después de esa película, todo fue cuesta abajo. A eso se unía la llegada del buen tiempo, por lo que tenía como media sólo dos o tres asistentes en el aula. Pese a todo, obtuve ciertas satisfacciones como Antonio, un dominicano con un diente de oro y alguna que otra cicatriz que le cruza la cara, que desde el primer día se enganchó a los talleres. Daba igual lo que pusiera, para él todo era un descubrimiento, confesando tras la proyección de “Deprisa, deprisa”, que él con apenas 14 años, allá en su país, ya sabía manejar perfectamente un arma. La ley de la calle y la supervivencia es así. Pero aquí lo que importaba era comprobar que descubrió con entusiasmo “El maquinista de la General” de Keaton, “Sopa de ganso” con los hermanos Marx, y alucinó (casi todos ese día) con “La parada de los monstruos” (Freaks), la inmortal obra maestra de Tod Browning, donde los actores eran deformes, enanos o monstruos de feria, sintiendo todos ellos una especie de camaradería hacia ante esos seres a los que el mundo dio la espalda y que se habían convertido en espectáculo de feria.

Pero a pesar de esas pequeñas alegrías,  a medida que pasaban los meses, el interés por el taller iba decayendo, hasta el punto de que el último día de la temporada, allá por junio, en la clase sólo estaban Antonio, además de Jorge, un joven recluso con problemas mentales, que la mitad del tiempo lo pasa en su mundo más que en el de una película. Digamos que éramos Antonio y yo. Y así el debate era más bien un monólogo por mi parte… o sea, un coñazo.

Para la nueva temporada quedé con Álvaro en darme un plazo hasta las Navidades para ver si el taller alzaba el vuelo definitivamente, o quedaba sólo en un intento. En los otros centros de la región, los talleres de cine al parecer iban bien (de hecho fui invitado al de Valdemoro para poner alguno de mis cortometrajes y hablarles de cómo funciona realmente un rodaje), si bien llevaban ya el tiempo suficiente para haberse consolidado. Por tanto, salvo que mis orejas sean demasiado grandes, o que me cante mucho el pozo (a fecha de hoy nadie me ha dicho que ocurra), no creo que hubiera motivos justificados para la escasa asistencia; debía darme una nueva oportunidad, además de exigir al Centro Penitenciario, a través de Solidarios, que el taller fuera por lo menos lo suficientemente publicitado para que los internos verdaderamente interesados pudieran acudir. Pese a todo, no era muy optimista, mi primer taller a finales de octubre pasado coincidió con un Madrid-Barça, así que me veía yo sólo en el aula, mirando las musarañas y escuchando el jaleo del Clásico de fondo (encima soy futbolero… y del Madrid). Pero a veces el destino es juguetón, y allí estaba yo, con el home-cinema que Quique diligentemente me había instalado como siempre, esperando pacientemente, cuando escuché unas voces que anunciaban a los diez primeros asistentes del renacido taller de cine de Navalcarnero. Diez valientes que junto a mí vieron “Ser o no ser” de Ernst Lubitsch, entre los gritos eufóricos provocados por los goles que resonaban a través de los pasillos de los distintos módulos.

En los últimos tres meses la asistencia ha sido elevada, incluso en alguna ocasión he superado a mis compañeras de Yoga. Hay nuevos componentes del taller, de todas las edades, algunos con su cultura cinéfila, capaces de argumentar una crítica feroz a algunas de las películas que les pongo. Sigo teniendo fieles como Antonio, que no se pierde una clase, Jorge y su mundo en paralelo, a veces se deja caer por allá, y he recuperado algunos asistentes que dejaron de venir el año anterior como Valentín, un chico rumano con cara de pillo, que imagino deber causar furor entre las féminas de su ambiente, o Jaime, un español también jovencito, con ese deje de barrio y mirada de superviviente habitual de los arrabales. Estos últimos fueron los que me confesaron que no les gustaba el cine en blanco y negro, que les parecía un coñazo, por lo que les insistí que el taller requería un pequeño esfuerzo por su parte para descubrir cosas nuevas, clásicos imperecederos que abrieron el camino a los demás. Lo fácil para mí era poner Iron Man 3, donde tendría ganada a la audiencia, pero ese cine (ojo, que yo también lo veo y me gusta) a veces se lo ponen en el auditorio. Además, luego está el aliciente de poder criticar, o tener la excusa perfecta para un motín, dejando claro a los medios de comunicación que sufrían torturas psicológicas por parte de un tipo orejón con gafas al que le gusta mucho el cine intenso sin colorines.

Y así llegamos a este último sábado, ya casi lindando con las Navidades. Quería poner algo especial, así que pensé en la película que ha marcado mi destino. Desde el primer día del taller les conté que, aparte de mi pasión por las películas, mi vida gira entorno al cine, que soy un intento de cineasta que se gana la vida como malamente puede, y que incluso tiene estrenadas algunas obras en forma de cortometraje. También saben de mis intentos por hacer un largometraje, de momento sin éxito. Así que dos semanas atrás, ya les puse sobreaviso de que la película que iban a ver era muy especial para mí, que la había visto decenas de veces (incluso durante años me daba por ponerla en Nochebuena), y que fue el principal detonante para ser hoy en día una especie de contador de historias.

La película es “El apartamento” de Billy Wilder, ni recuerdo la primera vez que la vi, pero seguro que fue en televisión. De hecho, con el paso de los años, de tantas veces que la he visto, no sé si en alguna ocasión ha sido en pantalla grande. Muchos la habrán visto, para la mayoría es una de las películas más grandes que se han hecho jamás; para mí es eso, además de un monumento visionario que mostraba con 40 años de anticipación las vidas urbanas modernas, cargadas de soledad e hipocresía. Por más que la reviso, me sigue dejando la misma sensación en el estomago: una especie de vacío que oscila entre la felicidad (por lo que acabo de ver) y la tristeza (por la añoranza de dejar de verla). Una historia que retrata como ninguna otra la soledad, el desamor, las relaciones laborales y el abuso del poder.

Es la historia de un oficinista trepa, de un perdedor, de un ser anodino que hemos conocido mil veces, que vemos cada día en nuestros trabajos, en el que nunca nos fijamos. Pero también es la historia de una ascensorista que es una romántica empedernida, que siempre se enamora del hombre inadecuado, generalmente un aprovechado que sólo trata de pasar un rato con ella, para luego volver con la pija de turno con la que cubre otras necesidades como estabilidad y familia. Y encima todo está contado bajo el tamiz de la comedia, lo que la hace ya insuperable.

Es una película con mil momentos inolvidables, con frases cargadas del humor más ácido que nunca se ha visto en una pantalla, con secundarios como ese médico de origen alemán que todos querríamos tener como vecino, o ese jefe que interpreta Fred McMurray, un retrato implacable de la mayoría de ejecutivos sin escrúpulos que, a día de hoy, ves en empresas de todo el planeta.  Pero si hay un momento que a mí me marcó, que me sigue erizando los pelos y provocando un nudo en mi garganta, es la escena de la llave del baño de los ejecutivos. En ella C.C Baxter (un inmortal Jack Lemon) por fin ha alcanzado la cima, el piso 27, ser asistente del señor Sheldrake, el mandamás. Pero el precio que ha pagado para llegar hasta allá ha sido el de dejar su apartamento, primero a los jefecillos para sus escarceos sexuales, y luego al poderoso director de personal, que encima se folla a la mujer que ama; un amor que desgraciadamente no es correspondido. Y cuando Sheldrake, por fin desterrado por su esposa, le pide una vez más la llave del apartamento para llevarse a la señorita Kubelik a pasar la Nochevieja, se produce uno de los momentos más épicos que ha parido la historia del cine. Somos testigos de la respuesta de un hombre digno, probablemente del último hombre digno sobre la faz de la tierra, al que el despido y su carrera le importan bien  poco con tal de no sentir que le sigan pisoteando vilmente.

Necesitaba compartir esa película y ese momento con la gente del taller. Al tener una duración de dos horas (intento no ponerlas muy largas, para luego poder hablar sobre ellas, o explicar cosas que les llamen la atención) conseguí entrar en el recinto de la prisión antes de la hora habitual, y así tener luego algo de tiempo para comentarla. Antes de apretar el play del reproductor, pregunté a los 11 asistentes cuántos de ellos la habían visto. Cinco ni habían oído hablar de ella, en especial los más jóvenes, al resto les sonaba haberla visto en televisión. Solo un par de ellos la conocían bien.

Pasé de nuevo las dos horas pegado a la pantalla, da igual que la vea en el salón de mi casa, en una sala de cine, o en un aula de un centro penitenciario. Desde el primer instante, con los acordes de la música de Adolph Deutsch, y los créditos saliendo sobre el exterior de ese apartamento que ya es leyenda, me vuelvo a quedar hipnotizado frente a la pantalla. Pese al magnetismo de la historia, intenté fijarme en las reacciones de los presos. Me inquietaba que alguno se aburriera. Tras los primeros instantes, compruebo que ríen con los agudos y certeros diálogos que hicieron Wilder y su coguionista I.A.L Diamond. Veo que a mitad de proyección, Jaime lleva tiempo con la cabeza ladeada hacia un lado ¿Se habrá quedado dormido?, me pregunto. Sería la primera persona que conozco en mi vida a la que le aburriese esta historia. No, veo que se mueve, se ríe con otro diálogo y le comenta algo a su colega Valentín. Debe haber ha sido una postura para aguantar las incómodas sillas del aula. De hecho, entre los dos apenas hablan, cuando con otras películas clásicas que he puesto, se pasan todo el tiempo comentando la jugada. Hoy no hacen comentario jocoso alguno.

Miro nervioso el reloj, empezamos a las seis menos diez, necesito tener esos diez minutos para conocer sus reacciones y poder preguntarles cosas. Por suerte, no ha habido ningún problema técnico ni ninguna interrupción, salvo las habituales de Jorge, pidiéndome salir un momento al baño. Incluso él, que apenas mantiene la atención sobre cualquier película que ponga, parece aguantar casi todo el metraje.

Por fin llegamos a ese final único, a esa carrera de Shirley McLane por las calles de New York, en la noche de Fin de Año, a la búsqueda de C.C. Baxter, tras oír de labios del tiburón Sheldrake que el oficinista anodino ha preferido tirar por la borda su carrera antes de permitir que siga llevándola a su apartamento. Y llega el momento de la confesión de Jack Lemond, de exponer sus sentimientos a la mujer que ama, y el reparto de cartas final… y no quieres irte, quieres seguir allá con ellos, saber qué va a ser de sus vidas, dándote cuenta que estás ante algo muy grande e imperecedero.

Me pongo frente a los internos, saco el disco del dvd del reproductor, apenas tengo tiempo antes de que todos vayan al recuento que hace la prisión previo a la cena. Veo sonrisas, veo caras alegres, incluso entre aquellos que ya la conocían. Y entonces pregunto a los más jóvenes, a esos que cambian el canal cuando ven algo en blanco y negro. Descubro que Jaime y Valentín se muestran muy satisfechos. Ya casi nos tenemos que ir, parece que a todos les ha gustado, aunque quizás alguno no quiera confesarlo, pero no creo, esas cosas se notan en el ambiente. Necesito preguntar por el momento que más les ha impactado de la película. Alguno me responde que la hostia que le da el cuñado de Kubelik al enamorado Baxter, escena que yo también adoro. Y entonces pregunto a Valentín sobre su momento. Éste me responde lo que yo estaba esperando que alguien me dijera: la secuencia de la dignidad, el momento en que ese perdedor desgraciado planta cara a su jefe y le devuelve la llave del baño para ejecutivos, siguiendo el consejo que le dio su médico (y a la par vecino) de ser un “mensch” (persona, o ser humano, en alemán), recuperando con ello su integridad, aunque  dicho en las propias palabras del joven preso rumano: “le echó un par de huevos”.

Todos se despiden de mí al terminar el taller, me dan la mano, les deseo Feliz Navidad, o lo más parecido que pueda ser estando encerrado en la trena. Me preguntan si ya no vuelvo hasta pasadas las fiestas, les respondo que en dos semanas estaré de vuelta. Salgo al frío helador de la meseta castellana junto a Sonia (Marisol no pudo ir por estar enferma) comentando la jugada. Le cuento que a todos les ha gustado, incluyendo a los más jóvenes, a esos que suspiran cuando ven algo en blanco y negro.

Termino como empecé este relato (casi transformado en cuento navideño, aunque real como la vida misma) con aquella reflexión sobre la vida del artista, cuando dan su vida entera por ese momento, detenido en el tiempo, en el que tocan el corazón de alguien, siendo ese instante cuando están más cerca de la magia o perfección de lo que nadie jamás pueda estar. A mí lo de la perfección es algo que siempre me ha producido cierto escalofrío, no creo que sea posible  de alcanzar y soy un gran amante de la imperfección, de seres como el trepa y épico C.C. Baxter. Sin embargo, descubrir a alguien una película, además de un momento especial de ella, que tiempo atrás significaron tanto para mí, y encima tocar su corazón… es lo que yo entiendo como perfección.

¡Feliz Navidad!

© Gonzalo Visedo

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