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Foto del escritorGonzalo Visedo

El micrófono atascado

Era en mi primera comunión, donde había toda una amalgama de niños que desfilaban encorsetados en absurdos trajes que parecían un muestrario del antiguo Galerías Preciados, aderezados algunos de ellos con uniformes de marinerito e, incluso, algún almirante que otro, que los aires de grandeza ya se empezaban a vislumbrar. Yo, como era un niño normal, de una familia normal de derechas de toda la vida, con padre militar, madre ama de casa, y más ancestros militares que Pavía, pues iba de eso, de niño normal peinado con la raya a un lado, como Dios manda. En el fondo envidiaba a Santamaría, el compañero que iba de almirante recién llegado de la Guerra de Cuba, con medallas y todo. Puestos a hacer el ridículo, mejor hacerlo con grandeza. En mi caso sólo quería pasar desapercibido, pero ese día los curas (y el azar) decidieron darme un protagonismo que de ninguna manera deseaba.


Se decidió que un grupo escogido de niños tendrían que salir a leer una serie de epístolas, o versículos (tampoco recuerdo bien) ante todo el mundo, vamos que tocaba leer en público. Como mi primer apellido empieza por uve, pues era el último en salir a la palestra, provocando en mí un sufrimiento interior que todavía hoy me dura cuando voy a recoger algo oficial que esté a mi nombre, ya que siempre soy de los últimos, por no decir el último. Me da una especie de soplo al corazón, como al protagonista de la película de Louis Malle. Demasiados años oyendo eso de “…y Visedo…”, mientras el resto de compañeros salían en estampida de la clase y yo apenas alcanzaba a escuchar “…ficiente”, lo que me obligaba a acercarme al profesor (o cura) antes de la huida para saber qué demonios de nota me había puesto.


El caso es que por fin llegó mi turno, me sudaban las manos, el estómago lo tenía revuelto, el miedo a cagarla nublaba mi mente, así que salí, papelito en mano, deseando que pasara rápido el sufrimiento, que vieran algo transparente con gafas de metal y raya a un lado. Por suerte, la mitad de la concurrencia se estaba quedando dormida, tocaba una de esas comuniones eternas que parecían una gala de los Goya. Lo único que deseaba es que no se fijaran demasiado en mí, no quería dar motivos a los malotes para que luego me dieran el coñazo en el patio con el mote por el que se me bautizó años atrás: “el Viejo”, algo que venía por la desgana con la que llegaba a clase, generalmente arrastrando los pies, algo que sigo haciendo cuando llego a mi prisión actual, es decir, la empresa que me subcontrata, porque no sé si saben que la vida es un eterno patio de colegio: el colegio propiamente dicho, la universidad (no se sabe muy bien para qué sirve), el trabajo (el más patio de colegio de todos) y el geriátrico, con las desviaciones inesperadas de pasar por el psiquiátrico, la prisión o el campo de concentración, para por fin llegar a las eternas vacaciones… en la Almudena.


La idea era leerlo todo del tirón, sin trabarme, sin parecer un subnormal (perdón, persona disfuncional). “¡La cosa es fácil, Gonzalo!”, me decía para darme ánimos, al fin y al cabo eran cuatros líneas de nada, un versículo de alguna carta a los Corintios, a los Efesios, a los Filipenses o, ya puestos, a los Liliputienses. ¿No podían los apóstoles mandar las cartas al típico señor normal, calvo, portando una cartera y con tez color verde pistacho después de estar cotizando treinta años a la Seguridad Social? Por fin llegó mi turno, cuando de pronto la rosca de la barra del micro se convirtió en un desafío incluso para Hulk. No era capaz de desenroscarla para bajarlo hasta mi altura infantil. Los segundos pasaban, se hacían eternos, no tenía fuerza para aflojar semejante pieza hecha en Krypton. Notaba que el calor afloraba por todo mi cuerpo, empecé a sudar el traje, calcetines incluidos, y el color de mi cara parecía la nariz de Epi. A eso se unía el carraspeo del cura que oficiaba la misa, impaciente porque le estaban jodiendo el show, y una comunión, oigan, es una comunión, sobre todo si luego te invitan de gañote a la comida posterior. Finalmente, el cura se apiadó de mi sufrimiento y pidió que alguien ayudase a ese tonto blandengue, maricón en ciernes, pero con la raya a un lado, que parece mentira que lo hayamos educado nosotros.


Alguien salió a ayudarme, no recuerdo quién fue el alma caritativa, probablemente un macho alfa español que, como buen fontanero metido en faena, desenroscó de golpe la tuerca obturada, liberando la barra del micro que bajó sin control, como una montaña rusa desbocada, hasta (¡¡clonc!!) detenerse contra mi delicada y púber cabeza (hoy, almendrón de madurito). El problema fue que semejante impacto, potenciado por el micro, provocó que atronase un eco celestial en la majestuosa iglesia agustiniana, despertando con ello a todos los aletargados asistentes que, en gloriosa comunión (nunca mejor dicho) con el Altísimo, elevaron una risa conjunta y resonante.


- Oremos-, dijo entonces el cura…




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