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Foto del escritorGonzalo Visedo

Juegos (1ª parte)

El Gran Emperador no las tenía todas consigo. Días atrás había hecho correr a los prusianos en Quatre Bas, quizás porque su aureola táctica seguía intacta. Su presencia en un campo de batalla, su genialidad a la hora de dirigir a sus hombres no se había olvidado. A través del catalejo observaba las posiciones británicas en la colina de Mont St Jean. Era una buena posición defensiva, sería complejo sobrepasarlos. Además, unas cuantas unidades se habían atrincherado en la granja de Hougoumount. Para colmo de inconvenientes, no había parado de llover la noche anterior y el fango invadía muchas zonas del campo de batalla. La clave era que no llegasen a tiempo Blutcher y sus prusianos. Pero tras hacerles huir, dudaba que pudieran socorrer a tiempo a Wellington. Su viejo sueño de una Europa unida con división de poderes, sin monarquías anacrónicas con designación directa de Dios, estaba en juego. No, no las tenía todas consigo el Gran Emperador.


El chaval luchaba esta vez en casa ajena. No era su terreno y debía tener cuidado, su rival, el listillo, que vivía en el primero que daba al callejón donde se reunían los macarras del barrio, era un gran estratega. De hecho, fue su maestro, fue él quien le inició en el fascinante mundo de los juegos. Hasta entonces, el chaval coleccionaba sus soldaditos dándoles un uso primario, intentando reproducir aquellas viejas películas de guerra que le servían de inspiración. Pero todo eran ruidos hechos con la boca, emulando disparos de fusil y ametralladora, haciendo caer al azar sus figuras. Entonces, una tarde, tras jugar al fútbol con los otros del barrio, en las horas en que no estaban los macarras, el chaval mencionó a los demás la posibilidad de jugar a los soldaditos. Y los de la pandilla, que no eran aficionados a las maquetas ni a la historia, propusieron jugar como era habitual por aquellos tiempos: tirando un rodamiento contra las figuras. Pero eso no le llenaba al chaval, no resultaba real y creíble, su premisa principal en esto de los juegos. Aunque fuera difícil, un soldado aplastado por un bolón de acero era muy poco veraz. Por no hablar de las consecuencias de la acción, cuando desaparecían algunas de sus figuras de Airfix o Matchbox, aquellas míticas marcas de maquetas y soldaditos, cuyas cajas compraba tras pasar por el suplicio de convencer al agarrado de su padre. Fue entonces cuando alguien de la pandilla se acercó a él y le dijo las palabras mágicas. “¿No has jugado nunca con medidas?”.


El listillo no solía bajar a la calle a jugar al fútbol, de hecho era bastante malo. Era un chico de apariencia frágil, pero con cara de avispado, pelo negro con un flequillo a lo Ralph Macchio, el actor joven de moda en aquellos tiempos, tras protagonizar “Karate Kid”. El chaval apenas había hablado con él, hasta que surgió el tema de los soldaditos. Fue esa tarde, mientras el resto de la pandilla se aburría escuchando nombres de batallas, de tipos de soldados, de marcas de maquetas, de películas, cuando se pusieron los cimientos de lo que sería una gran amistad.


-Eso de tirar un rodamiento contra los soldaditos es una mierda, le dijo el listillo. Yo siempre juego con medidas.

-¿Y eso qué es?, preguntó curioso el chaval.

-Cada soldado tiene una medida de movimiento. Luego tiene una capacidad de disparo y también de luchar cuerpo a cuerpo. Se juega con un metro y con unos dados para resolver los combates… Sencillo.


Al chaval se le iluminaron los ojos, como si alguien le acabase de descifrar la mismísima fórmula de la teoría de la relatividad. Y ahí empezó todo. El listillo le enseñó sus ejércitos. Por suerte para él, su abuelo, un abogado catalán que se mudó a la meseta años atrás tras conocer a una madrileña de carácter, no le ponía impedimentos a la hora de comprarle soldaditos o maquetas. El chaval envidiaba la cordialidad de aquel señor de acento extraño que, a veces, hablaba al nieto en un idioma hasta ahora desconocido para él, pero que por lo que oía en su propia casa lo practicaban gente poco española y algo peligrosa. Sin embargo, para el chaval, el abuelo del listillo, como su bisabuela y la madre (una mujer rubia de profundos ojos azules, separada del marido del que nunca quería hablar el listillo), era gente muy amable y cordial con él, encantados de que el listillo tuviese un amigo con sus mismas aficiones. Luego estaba la hermana menor del listillo, parecida a él, con el mismo pelo negro y esos ojos oscuros llenos de magnetismo. Pero por entonces, ni el chaval ni el listillo estaban pendientes de esas cosas. Su mundo era los tiempos napoleónicos, aquellos cuadros colocados en la alfombra del despacho enorme del abuelo, o la Segunda Guerra Mundial, con ataques de comandos británicos a Saint Nazaire, o el desembarco en Sicilia de Patton y los suyos, o el ataque al puente de Arnhem, aquel puente tan lejano.


El listillo le explicó las reglas para jugar. Desarrollaron a su manera y con los medios a su alcance varios hechos de la Historia. Juntaban los soldados de ambos, los tanques, los jeeps, los camiones. Pero muchas veces no eran suficientes y tenían que echar mano de la imaginación:


-¿Cómo hacemos para que desembarquen los americanos?

Unas cajas de cerillas de cocina eran las barcazas ideales.

-¿Cómo hacemos para construir la montaña de “El desafío de las águilas”?

Unos libros, luego una sábana por encima, harina como nieve, las tropas de montaña alemanas de Airfix.

-¿Cómo hacemos el puente de Arnhem?


Los pilares con EXIN Castillos, el resto usamos el puente de la maqueta del Ibertren. Para las casas del pueblo donde resistieron hasta el final los diablos rojos, usaremos las casas de los clicks de Famobil del oeste. Como no hay piezas suficientes, el resto del pueblo se hacía con la colección de libros de “Los cinco”.


Pasaron dos años y la pandilla del barrio no supo más de ellos. Pensaban que les habían abducido unos extraterrestres, y nos les faltaba razón. En verano el chaval se iba a la playa con sus padres. Al volver, el listillo le contaba las novedades, o las batallas que había hecho en solitario. Parecía una amistad a prueba de bombas, aunque a veces tenían peleas motivadas por la tremenda rivalidad surgida en infinidad de juegos. El listillo solía vencerle, por algo era su maestro, pero el chaval fue poco a poco aprendiendo y a medida que jugaban partidas, éstas eran más disputadas. A veces la cosa terminaba en enfado, cuando el chaval veía que los dados, ante la resolución de algún combate vital, siempre se ponían de parte del listillo. La Fortuna siempre está del lado de los ganadores. Luego estaban varios días sin hablarse, pero al final todo se resolvía, como viejos camaradas.


Jugaron muchas partidas, todas las batallas imaginables, en cualquier lugar, en cualquier terreno: de una playa sangrienta a una montaña nevada, de una selva perdida a un desierto inhóspito. En todas ellas desplegando imaginación para hacer real el terreno. Sin embargo, a pesar de todas las partidas disputadas, había dos grandes obsesiones que poblaban la mente del chaval y el listillo. Esas dos grandes obsesiones eran dos momentos que habían marcado el devenir de la Historia del Hombre: el día D y Waterloo.


Continuará...



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