Lugar: El río Níger rumbo a Tombuctú (Mali) Fecha: Julio del año 2000 Hora: Anochecer, a orillas del río Níger. Protagonistas: Jordi, Inma y Santi.
Oh tú que vas a Tombuctú
susurra mi nombre a mis amigos
y llévales el saludo perfumado del exiliado
que suspira por la tierra donde viven
sus amigos, su familia, sus vecinos
Ahmed Baba (1556-1627)
Me encontraba tirado en mi casa en uno de esos domingos con olor a funeral, algo que me ha pasado toda la vida, nunca he podido sobrellevar ese día que a tanta gente le encanta. No sé, quizás porque antaño, en mi infancia, significaba el preludio del lunes, o lo que es lo mismo, volver al colegio donde no soportaba a la mayoría de los compañeros, ni a los curas, ni nada que me lo haga recordar. Para mí era como una especie de Penitenciaría donde cumplía condena por algún delito que alguien no me había explicado bien. ¡Y fueron 13 años de condena! Recuerdo que ya anochecía, que estaba viendo “El resplandor” de Kubrick, creo que porque acababa de leer la novela de Stephen King en la que se basaba. Siendo una película que adoro, me decepcionó con respecto a otras ocasiones, quizás porque descubrí que el egocéntrico de Stanley se había dejado cosas del libro que me parecían fundamentales para crear esa sensación de sudor frío que tan magistralmente suele trasmitir el gran Stephen, ese loco genial de Maine.
Sonó el móvil. Me pregunté quién podría ser un domingo a esas horas. Escuché al otro lado una débil y apagada voz de mujer. Al principio no sabía muy bien quién era, pero finalmente reconocí a Inma, una vieja amiga, la compañera de otro viejo amigo, Jordi, al que yo llamaba “el gran Gibert”, por su primer apellido. Ambos viven en Barcelona, aunque Inma es vasca y estuvo unos cuantos años en Madrid antes de encontrarse con Jordi; a los dos les conocí doce años atrás en un lugar muy lejano, un sitio mítico que pobló los sueños y pesadillas de los aventureros del siglo diecinueve… un lugar de leyenda.
– ¡Hombre, Inma, qué sorpresa!… Ya sabes que en unos días voy a Barcelona por el festival de Sitges, que estrenamos un corto.
– Sí, lo sé, por eso te llamo… Sé que querías ver a Jordi.
– Claro, y a ti también. Voy con agenda apretada, pero espero poder tener un rato para los dos.
– No creo que puedas verle.
– ¿Anda y eso?
– Jordi se ha ido.
– ¿De viaje?
– No… Jordi ya no está.
– No te entiendo.
– Jordi murió ayer por la noche, Gonzalo…
El río Níger se extendía majestuosamente con su color arenoso cruzando una vasta extensión de desierto. Llevábamos varios días navegando en una pinaza rumbo a Tombuctú. Era una larga barcaza (casi mejor diría que una canoa) a motor hecha en madera, con un techado de cañas, que suele ser la forma habitual de navegación por aquellas aguas, aparte de dos grandes barcos blancos con sabor a época colonial, que recuerdan a los que recorrían el río Mississippi en tiempos de Mark Twain.
En la pinaza viajábamos un variopinto grupo de españoles, la mayoría de Barcelona: parejas con ganas de ver sitios exóticos, amantes de la aventura, personajes muy particulares, alguna señora madurita con ganas de vaya usted a saber qué, y gente que trabajaba demasiado y necesitaba largarse lo más lejos posible. Éste último era mi caso, había sido una dura temporada en la serie de televisión a la que pertenecía. A ello se unía la enfermedad de mi padre, al que diagnosticaron un cáncer de pulmón meses atrás. Aunque a todo esto se unía mi absurda idealización por algunas historias. Si quería ir a Tombuctú era por los libros que había leído sobre Mungo Park, René Caillé, Alexander Gordon Laing y otros tantos desafortunados exploradores que osaron dibujar el mapa de África allá en el s. XIX, cuando sólo se conocía la costa y el resto era una inmensa masa inexplorada. Concretamente, lo que me impulsó a sacar un billete rumbo a Bamako, vía Dakar, fue una novela de un autor catalán llamado Pep Subirós; se llamaba “Cita en Tombuctú” y contaba las penosas andanzas de una pareja en descomposición que habían tenido la genial idea de citarse allá donde Cristo perdió el mechero para solventar su inestable y rota relación. Así de peculiares somos los blancos civilizados.
Ya en el aeropuerto de Barajas hice buenas migas con una chica vasca llamada Inma. Recuerdo que para la partida me acompañaron dos amigos que, al verla, me hicieron un guiño cómplice sobre el futuro que me esperaba. Inma trabajaba en aquella época en una empresa que no recuerdo bien, aunque lo suyo siempre han sido los ordenadores. Como buena vasca era recia de comportamiento a primera vista, lo que resultaba desconcertante al principio, pero a medida que la conocías descubrías que le gustaba husmear el sentido del humor más agudo, quizás por eso pasó lo que pasó más adelante. Los primeros días compartimos asiento en el autobús, pero a la semana, la buena moza se había cambiado de asiento. No, no piensen que huyó por mi olor corporal (intento ser muy limpito, incluso en lugares indómitos), o mi cretinismo congénito, sino más bien porque había quedado abducida por la carismática personalidad de un personaje singular llamado Jordi.
El tal Jordi era catalán, aunque tampoco le escuchabas presumir como tal, ni sacaba a relucir su origen o de dónde venía, pese a su marcado acento; al parecer era paleontólogo en la Universidad de Barcelona, vestía siempre con camisetas, vaqueros viejos, un largo pañuelo y gafas de metal de ésas de empollón de toda la vida; adornando, o mejor dicho cubriendo, su rostro llevaba siempre una peculiar barba estilo sefardí, nada que ver con las hipsterianas que uno se topa hoy en día cada dos por tres, sólo que ésta tenía personalidad. Digamos que su aspecto físico no era algo que le preocupase demasiado, parecía incluso algo asilvestrado. La primera vez que se sentó a nuestra mesa (en la que estábamos Inma y servidor) para cenar, ya vi claramente sus intenciones con respecto a mi norteña compañera de viaje. Pensé que con su apariencia física no tendría mucho futuro, aunque uno tampoco es un Adonis, que digamos. Pero estaba equivocado, como casi siempre en estos temas: enseguida descubrimos un agudo y cortante sentido del humor, además de una peculiar y apacible forma de ver la vida, que incluso a mí me resultó atractiva, así que hice lo mejor que se puede hacer en estos casos: apartarme elegantemente, cual hidalgo mesetario, ya que se vislumbraba en el horizonte del Sahel una gran historia de amor.
Le acompañaba otro tipo peculiar de nombre Santiago, o Santi, como se hacía llamar. También era catalán, pero charnego de origen (concretamente gallego) y aspecto chicano, como si lo hubieran sacado de una película fronteriza del gran Sam Peckinpah, con un fino bigotito cubriendo su labio superior, una forma peinarse con algo de tupé, y aspecto chulesco en la pose, que recordaba a un Errol Flynn latino. Jordi y él eran amigos desde la infancia, jugaban juntos al basket (como les gusta decir a los catalanes), al scrabble, al póquer (aunque ahí yo les gané a ambos unas cuantas miles de cefas en nuestras noches en el País Dogón), y habían viajado por medio mundo en busca de aventuras. Al parecer el viaje de Mali lo decidieron el día anterior a la partida (yo llevaba meses preparándome), cuando en la agencia de viajes les contaron que ya quedaban pocos destinos donde elegir, así que se decidieron por este lugar, como podrían haberse decidido por Neverland o Shangri-La, daba igual el destino, en este caso lo importante era el camino. Generalmente elegían así sus viajes, y eso enseguida me atrajo de tan peculiar pareja.
Santi era profesor, con una vida amorosa algo turbulenta, así que al ver que Jordi sólo tenía ojos para Inma, los dos conectamos enseguida y nos contábamos nuestras penas con ex novias turbulentas del pasado, siempre acompañados de esas inmensas botellas de cerveza malienses, que casi se consume más allá para paliar la sed que el agua mineral. De hecho, cuando ya el amor fluyó entre Jordi e Inma, nos convertimos en compañeros de habitación.
Me parecía un personaje singular el tal Santi, parecía sacado de una película en blanco y negro de Bogart, un tipo duro de los de antes, también con un peculiar sentido del humor. De hecho, en una de mis visitas a Barcelona, le pedí que me llevase a un bar cool y moderno de los que tanto me hablaban que poblaban la Ciudad Condal. Entonces me llevó a uno del Barrio Chino, algo andrajoso, lleno de borrachos, yonquis y tipos peculiares, cuyo dueño además tenía una especie de orquesta, estaba casado con una portuguesa invisible (era como la mujer del detective Colombo, siempre hablaba de ella, pero nunca se la veía un pelo) y era muy del Barça; Santi iba a aquel zarrapastroso sitio a ver los partidos, pero para ir con el Madrí (como dicen allá), y de paso tocar un poco los mondongos a los parroquianos del lugar, algo en lo que era especialista. Al final de la noche le eché en cara el bar al que me había llevado, le dije que de ese tipo los encontraba a patadas en Madrizz. “Por eso mismo te he traído a éste, porque aquí no los hay y para mí son los cool”, me respondió con su media sonrisa habitual y el cigarro en la boca. En fin, qué se podía esperar de un tipo que vivía con un camaleón.
Estábamos cerca de Tombuctú, nos quedaba una noche más y llegaríamos a la mítica ciudad que Heredoto había descrito, allá por el s. V a C, como un lugar plagado de oro y riquezas, lo que atrajo como moscas a la mierda a tantos aventureros occidentales del diecinueve, siendo grande el chasco cuando descubrían un sitio miserable y caluroso plagado de malaria a orillas del Níger. Salvo por su legendaria biblioteca (ésa con la que casi acaban los salafistas en su reciente ocupación) y su impresionante mezquita hecha de adobe.
La última noche de navegación nos tocó acampar en la orilla del río. Gran parte del viaje Jordi, Santi, Inma, un par de parejas más, y el que esto les escribe, lo pasamos jugando a “las películas”; ese juego en equipos en el que uno de ellos piensa en una película, se la dice a un miembro del equipo rival, el cual, mediante mímica, tiene que intentar que la averigüen los de su mismo equipo en un tiempo determinado. Ya ven, suena díscolo hacer algo así cuando vas camino de un lugar mítico, pero es lo que nos permitía sobrellevar el inmenso calor, el poco espacio, el sonido del motor de la canoa, y un paisaje rutinario donde al principio te llamaba la atención las inmensas termiteras que bordean gran parte del recorrido, como si unos Moneos minúsculos con seis patas y dos antenas hubieran decidido sacar su vena artística (sin cobrar tanto, claro), pero que al cabo de un par de días ya se hacía repetitivo, salvo cuando llegas al lago Debo, donde desaparece la ribera del río y navegas durante kilómetros por lo que parece un mar terroso e inmenso que nunca termina.
Ya acampados, decidí abandonar la tienda de campaña porque era imposible dormir con el calor que había allá dentro, así que me dirigí a una duna apartada, donde al menos esperaba que corriese algo de aire. Lo curioso es que estaba tirado encima del saco, cuando llegó Santi, fue el primero en hacerme compañía, Luego llegó otra pareja que debía pasarles lo mismo, es decir, no aguantaban dentro de las tienda. Creo que alguien más se unió, y finalmente fueron Jordi e Inma. El primero había estado algo tenso los últimos días, todo ello como consecuencia de que la atracción que sentía hacia Inma no se había consumado todavía. Ya saben: los nervios previos, el lanzarse o no lanzarse cuando ves el amor cerca, lo normal, vamos. El caso es que todos estábamos deseando que ese hecho se produjera cuanto antes para que Jordi volviera a relajarse y fuera el mismo de antes.
Se levantó un viento que empezó a ser verdaderamente molesto, pero el calor de la tienda era una idea mucho menos atractiva. Todos dormíamos, o eso intentábamos. Yo soy de los que les cuesta coger el sueño, a lo que se unía el sonido del viento, la arena, el ronquido de algún compañero (al que todas esas dificultades apenas le importunaban), además de un sonido leve y misterioso, pero que era claramente identificable: besos y cariño en el saco junto al mío. Sí, ¡por fin se produjo el hecho que todos esperábamos! Todo el rato me preguntaba si Santi también estaba escuchando a la pareja, o si yo era el único, pero su sonrisilla al amanecer me dio a entender que por fin había llegado el momento: el amor hizo su eclosión.
Al día siguiente, llegamos a la deseada Tombuctú. Incluso lo hice ceremoniosamente, caminando desde la orilla en vez ir en el autobús. Mi absurda gilipollez me hizo sentirme un explorador de segunda mano. Tras ver la ciudad, descubrí que lo importante no había sido llegar a ese lugar de leyenda, donde esperaba encontrar un rastro importante de la Historia, pero lo único que descubrí fueron dos placas perdidas, una de ellas dedicada al desafortunado Alexander Gordon Laing, el primer blanco que pisó esa tierra, pero que en el camino de regreso fue asesinado salvajemente, así que ni lo pudo contar.
¿Y qué encontré en Tombuctú? Pues desierto, calor, miseria y mosquitos. Pero, ¿qué otras cosas descubrí? Lo más importante: la gente de allá, toda amabilidad y cortesía, a pesar de la pobreza en la que viven; pero también la gente de acá, a los que en su mayoría no volví a ver, salvo por alguna cita en los primeros tiempos posteriores al viaje. Todos se perdieron en el tiempo, salvo Jordi e Inma. A nuestro regreso a Madrid, tras nuestra aventura por el desierto, fui a ver a mi padre al hospital. Se alegró de verme volver de una pieza e, incluso, parecía animado, aunque su aspecto cerúleo presagiaba lo peor. Le llevé un bastón del País Dogón para que pudiera caminar por los pasillos de la planta de Oncología, pero apenas pudo usarlo. Sólo aguantó una semana más.
Con Santi tuve contacto durante unos años, incluso cuando estuvo viviendo en Guinea Ecuatorial, donde ejerció su oficio de maestro hasta que descubrieron petróleo en sus aguas y entonces tuvo que volverse porque la corrupción e inseguridad hacían imposibles vivir allá. Pero después se evaporó como el resto, aunque también me siento responsable, no puede decirse que yo tampoco le llamase demasiado. Vivió unos años en Parla (afueras de Madrid) con una enfermera a la que conoció en su estancia en Guinea, pero ya no supe más de su paradero, aunque dicen que está en Marruecos ganándose la vida, como siempre en un lugar exótico, con ese bigotito y esas formas de otros tiempos.
Inma, por su parte, dejó su empresa en Madrid y se mudó a Barcelona a vivir con Jordi. Allá encontró trabajo en Médicos sin Fronteras, algo que la motivaba mucho más que su empresa anterior. Siempre que yo iba a Barna, generalmente con motivo del festival de Sitges, intentaba verles a ambos. Tampoco fueron muchas las ocasiones, pero mantuvimos contacto e, incluso, de vez en cuando recibía postales de ambos, como siempre de lugares lejanos.
Luego llegó Facebook, lo que nos permitió continuar en contacto, especialmente con Jordi; fue en la red social donde descubrí al profesor de Paleontología, amante de fósiles y piedras, al cocinero que grababa con la ayuda de Inma sus habilidades culinarias, acompañadas como siempre de su especial socarronería, al viajero impenitente, pero ahora siempre acompañado por la mujer de su vida, al crítico de cine (le encantaba el buen cine, pero también era de los pocos que entraba a ver cosas como la que protagonizaron los frikis protagonistas del primer Gran Hermano), al tipo sensato en sus opiniones, especialmente en temas delicados como el eterno asunto de Cataluña (Jordi se sentí catalán, pero no fue a la primera de las multitudinarias manifestaciones de la Diada, exponiendo con calma su punto de vista; hablaba catalán y castellano con total normalidad, pero también inglés, y creo que algún idioma más… yo creo que era lo que se puede denominar como “un hombre de mundo”), y así hasta que un día de finales de septiembre del año pasado, un sábado de madrugada, colgó una hermosa foto de las fiestas de la Mercé. En ella salía la Sagrada Familia iluminada con colores, mientras otro reflectores apuntaban al cielo nublado. Todo un hermoso espectáculo. Recuerdo que llegué a mi casa tras estar tomando algo por ahí con unos amigos. Encendí el ordenador, como hago siempre, y me puse a curiosear por Facebook antes de acostarme. Fue entonces cuando me topé con la foto: ya tenía varios “me gusta” y el comentario de una chica a la que le había impresionado, aunque ella lo había visto por la tele.
Jordi contestó a su amiga: “La verdad es que sí, muy espectacular. Es tremendo lo que se puede hacer con unos proyectores sí tienes talento y presupuesto. El mensaje un poco demasiado bíblico (Los siete días de la Creación), pero con mucha geología: ciclo del agua, erosión, vulcanismo… e incluso un ammonite”.
Fue lo último que escribió.
(Al fondo, con camiseta de tirantes, Santi. En primer término el gran Gibert, con el paraguas que le protegía del sol del desierto… genio y figura, siempre en nuestro recuerdo)
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