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Trastos viejos.

Foto del escritor: Gonzalo VisedoGonzalo Visedo

Esto del valor es una mierda, pero tengo que sacar a mi madre de aquí. Parece como si alguien nos hubiera mirado mal a ambos. Ella, con sus noventa y un años; yo, con mis cincuenta. Primero fue el capitalismo que nos regía, luego un virus y finalmente un sátrapa con bótox en la cara. Se es muy comunista hasta que descubres la cirugía estética. Tengo que pensar rápido, como hice en marzo de hace dos años, cuando la encontré desahuciada, con ochenta y uno de oxígeno, tras regresar de pasar una semana en un rincón de un hospital, sentado en una silla, viendo cómo la gente se ahogaba en sus propias flemas. Dos años después, parecía que todo volvía a la normalidad. Todavía con las caras cubiertas por el posible regreso de la pandemia, cuando se oyó el primer estallido. Dijeron que aquí nunca podría llegar, pero también dijeron que el virus era una simple gripe.


Debo centrarme, de nada sirve lamentarme, hay que volver a sobrevivir. La otra vez hubo suerte. Las ambulancias no recogían a los viejos, pero un médico del vecindario se puso uno de esos trajes de plástico y la trasladó en su coche al hospital donde trabajaba. Era la única cama disponible, toda la sanidad estaba desbordada. Hoy, ahora, no quedan vecinos. Hace días éramos una comunidad, pero han huido todos. No se lo reprocho, si yo tuviera un coche y no estuviera al cargo de una anciana, también lo haría. La mujer china, que lleva dispensando fruta a mi madre durante años, me ha dicho que ellos iban a escapar, ahora que se podía. Quieren darle un futuro a su hija. Me ha guardado los últimos mangos para mi madre. El quiosquero también cerró, mi madre ya no podrá hacer su liturgia de comprar el periódico y la lotería, que se ha cancelado. Esperar una lluvia de millones es algo en vano. Esto se parece al pasado reciente, cuando pensamos que estábamos en guerra, aunque fuera contra un ser microscópico. Pero los récords están para batirse, ahora nos llueve fuego del cielo proveniente de un gigante armado, aunque dicen que la resistencia es feroz. Una creyente como mi madre diría que todo lo que nos pasa es castigo de Dios. Alguien resignado como yo piensa que el planeta está cabreado, su paciencia ha llegado a un límite.


Todo es confusión. Ayer vi los primeros cadáveres cuando traté de encontrar alguna tienda abierta. Se parecían a los de hace dos años: muñecos rotos, pálidos, solo que en lugar de estar abandonados en una camilla, cubren el pavimento con un manto rojo oscuro. Los bomberos trabajan entre escombros, pero no dan abasto. Aquello de los trenes era solo un prefacio de lo que estaba por llegar en la nueva era. He bajado al metro a indagar, pero soy testigo de los primeros puñetazos. Los fuertes superan a los débiles. Los viejos no cuentan, nunca lo han hecho, como en aquellas residencias. Me engaño a mí mismo pensando en esa opción, ella nunca conseguiría bajar tantas escaleras, pese a su fortaleza centenaria, aquella que le permitió sobrevivir a una guerra, a un dictador con voz de pito, al exilio, a la muerte de un marido y a la de un hijo, ya siendo anciana.


¿Qué puedo hacer? ¿Dónde la puedo llevar? Ayer impactó un misil en el bloque de enfrente. Por suerte, mi madre está sorda como una tapia, pero no hace falta escuchar las sirenas, en su mirada se refleja todo. Y no sé cómo explicárselo. Creo que no merece algo así en el final de la travesía. Hace apenas un mes éramos personas con problemas del primer mundo. En mi caso: paro, ansiedad, secuelas del virus, miedo al futuro. Aquello ya es otro mundo, otra era, otro universo. ¿Dónde la puedo llevar ahora que empieza el asedio? Al final va a hacerme creer que todo es castigo de Dios. Debo armarme de valor, cuando lo único que tengo es miedo. Piensa, piensa, no te dejes llevar por los nervios. Ya no me queda sertralina y ayer se me agotó el Zolpidem. Da igual, hace días que no duermo. Ella tampoco puede, por la edad, por lo que le rodea. Da paseítos por la casa cuando no bombardean. La televisión, su único entretenimiento, hace días que dejó de emitir señal alguna. Se oyen disparos de noche. Por suerte, ella no se entera. ¿Y si salgo con un trapo blanco? Quizás se apiaden de una vieja. Pero ¿y si me ejecutan a mí? Tampoco merece perder a otro hijo en tan poco tiempo. ¿Qué puedo hacer? De momento el trastero donde guardamos los trastos viejos es nuestro refugio. Llevo cuatro días sin encontrar comida alguna. Hace un mes, ella tomaría su mango de postre, mientras veía los programas de salseo. Yo acudiría a un curso para parados, a reinventarme, que diría el viejo neoliberalismo. ¿Qué habrá sido de la gente que conozco? En las redes sociales algunos se hacen selfies huyendo por los corredores de evacuación. Añoro la banalidad.


Las explosiones son continuas y ya no queda agua. El último bidón lo recogí de la casa del portero, el que siempre la ayudaba a bajar la escalera. Por suerte pudo huir con su mujer, aunque su hijo es militar y no supo más de él. La lucha ahora es callejera, en el mismo lugar que no hace mucho poblaban niñatos dándole a un botellón perpetuo. Algo bueno debía tener la guerra. No he sido capaz de encontrar una vía de escape. Mi único consuelo es que estamos rodeados de viejos recuerdos.


Silencio. Ya nadie parece matarse. Estamos atrapados, el techo del trastero se ha derrumbado por el último bombardeo. Se agotó la pila de la linternita de mi madre. Tengo que ver el lado bueno, ya no tengo que agobiarme pensando en cómo evacuarla. Se ha quedado dormida. Creo que yo voy a caer en breve.



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