Lugar: la montaña, el desierto, el océano, los Polos, todo sitio lejano, pero en especial… mi memoria. Fecha: Cualquier tiempo pasado, presente o futuro. Hora: A cualquier hora. Protagonistas: Tintín, Haddock, Milú, Tchang… el gran Hergé.
Blanco hasta nublar la vista.
Ésa era la primera frase que escribí del guión que más adelante se convertió en mi tercer cortometraje de ficción, o casi mejor mediometraje, o minipelícula, si prefieren, llamado “Tchang”. Probablemente sea la mejor frase que he escrito en mi vida, y probablemente no vuelva a escribir otra frase igual, para que vean el nivelón; esas cinco palabras resumen mejor que nada lo que yo entiendo que es el cine…, quicir, la vida.
No hace mucho, una revista llamada Lire, hizo una lista con los 50 mejores cómics (o tebeos) de todos los tiempos. Por fin, el noble arte de las viñetas empieza a ser considerado como algo más que una mera lectura para chavales. En el top (que diría aquel entrenador portugués adicto al egómetro) de la lista se encuentra un tebeo llamado “Tintín en el Tibet”. Como pueden imaginar, la revista es francesa, si hubiera sido americana, o anglosajona, seguramente otros títulos habrían encabezado la lista.
Siempre me han parecido una soberana gilipollez las listas, y siempre las he odiado, o temido. En el colegio era el último de la lista por mi apellido (Visedo), con lo que eso significaba tanto para lo bueno como para lo malo. Lo bueno era cuando el profesor preguntaba la lección y sacaba al encerado, siempre me daba tiempo a repasar el libro; lo malo era que cuando el profesor leía las notas del examen, casi siempre me daban taquicardias con la espera, que todavía hoy padezco, consecuencia de ser el último en cualquier lista, Wenceslaos aparte. También es cierto que algún que otro profesor (el típico cachondo mental) gustaba empezar por atrás de la lista para preguntar la lección, hacerse el graciosete, ganarse a la clase en plan demagogo popular barato (algo que detesto con toda mi alma), y joderme a mí, que me daba un soplo al corazón, con el consiguiente cachondeo de los cabro…, quicir, de mis queridos y recordados compañeros de clase.
Pero bueno, que me desvío, y a la gente mis problemas del corazón le importan poco; como decía, antes del absurdo asunto de las listas, la revista Lire y yo tenemos algo en común: si hubo un tebeo, o cómic, o como lo quieran llamar, que marcó mi vida, ése es… “Tintín en el Tibet”.
Hergé se encontraba en el cenit de su carrera, su trabajo era reconocido en medio planeta, pero la zarpa de la depresión le hizo caer en un vacío profundo a finales de los años cincuenta del pasado siglo. Esa caída acabó con su matrimonio. Durante todo ese tiempo, en el que se hizo psicoanalizar por un discípulo de Carl Gustav Jung, el blanco poblaba sus sueños. Y fue entonces, como otros grandes genios, en esa caída blanca a lo más profundo del infierno, cuando creó una obra maestra imperecedera.
Cuando era niño, de todos los tintines que había heredado de mi hermano mayor (joyas con el lomo encuadernado en tela, editados en los años 50 y 60), precisamente la aventura del Tibet se me hacía rara, pese a las fascinación que me producían los colores y sus localizaciones. No había malos, ni persecuciones, ni conspiraciones, ni escenas de peleas o acción, ni se viajaba a lugares misteriosos, ni se buscaban tesoros perdidos. Es más, incluso Haddock y Tintín ¡HACEN TURISMO!, como todo hijo de vecino, en el trasbordo en Delhi, camino del Nepal.
Era una aventura con sueños premonitorios, donde Tintín lloraba la pérdida de un amigo, donde se pone en juego el tesón humano, las convicciones más profundas, la fe que mueve montañas; pero además era una historia triste, amarga, donde se masca la tragedia, cargada de realismo, que hablaba de la solidaridad, pero sobre todo de la soledad… la soledad del abominable hombre de las nieves, más conocido como el Yeti, con esa viñeta final que te dejaba el alma encogida ante la realidad de la vida.
No, no era una lectura juvenil, y por eso hasta que no me hice adulto no entendí su significado, no abrí los ojos ante una obra de arte con un ritmo perfecto, donde se combinaban emoción, drama, tragedia y humor de manera magistral, como se combina en la vida diaria. No todo es un valle de lágrimas, ni un coro de carcajadas, sino ambas cosas al tiempo.
Blanco era el color con el que soñaba despierto para empezar aquella mini película inspirada en la realidad ,y que dudaba poder llevar algún día a una pantalla. Blanco hasta el infinito, en un plano eterno inicial, emulando al gran David Lean, aunque él lo hizo en el desierto, el otro paraje de la grandes aventuras, de los grandes sueños perdidos. Blanco, ese color de la pureza, de la lealtad, de la amistad en contraste con un mundo oscuro, cruel y violento, ahora y siempre. Blancos son los sueños imposibles y posibles, las metas inalcanzables, ya sea un pico de ocho mil metros, encontrar a un amigo perdido, o conseguir el objetivo de toda una vida.
Blanco hasta nublar la vista.
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