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  • Foto del escritorGonzalo Visedo

Buscando al profesor Keating

Lugar: Calle Ciscar (Valencia) Fecha: 11/08/2014 Hora: 01:00 am. Protagonistas: Un actor y cómico autodestructivo y genial… un profesor que nunca encontré.

Le llamábamos “el Medina” porque ése era su apellido, aunque realmente era el profesor Medina. No tenía un mote humillante como que le ponían a otros, simplemente decíamos “¡Qué viene el Medina!”, o sea, el señor Medina. Llevaba una barba y melenas propias del rojerío de la época, o simplemente de la época (la Transición), pero llamaban la atención en un colegio de curas del viejo orden, donde todavía nos hacían formar cada mañana para entrar en clase, y a más de un cura se le iba la mano para aclarar conceptos académicos. Daba matemáticas en COU (o sea, el paso previo a la Selectividad), y las daba muy bien, o sea, casi a nivel universitario. “El Medina”, aparte de las matemáticas, era un apasionado de la música rock, así que era muy habitual que en medio de una explicación en el encerado, sin venir a cuento, entre funciones y quebrados, se quedaba parado, de espaldas a todos, como si entrase en éxtasis, para de pronto escribir unas palabrejas en inglés junto a las fórmulas matemáticas y volverse hacia nosotros:

– Esto que les cuento me hace recordar el álbum “Another brick in the wall, parte 2” de los Pink Floyd. Sé que a ustedes les sonará extraño, que ahora no lo entenderán, pero con los años puede que sí lo comprendan.

Luego señalaba con el dedo hacia el título que había escrito, lo que significaba que era importante. Mirándonos fijamente, como si pareciese un loco extraviado, con sus barbas y melena.

– El disco se llama “The wall”, hay incluso una película basado en él. Lo pueden encontrar en Disco Play… Es imprescindible… Bien, sigamos: como decía la integral debe hacerse…   

Y “el Medina” seguía con sus fórmulas y sus números a los que siempre acompañaba una parada para dar alguna reseña musical que era fundamental. Se puede decir que esto fue lo más cercano que tuve a un profesor Keating en mis años académicos. Ni siquiera marcó mi vida, al contrario, soy un negado para las matemáticas y las pasé literalmente putas para aprobar con él, ya que, tras años de sufrir a curas en esa asignatura, más preocupados en dar pescozones que otra cosa, por fin dábamos con un profesor de verdad, uno duro y exigente, pero que se dejaba la vida explicando el sentido de la analítica matemática.

Escribo estas líneas en unas cuartillas de líneas de color rosa, con adornos floridos y figuras de Disney en el cabecero de cada hoja. Pertenecen a un cuaderno de la sobrina de Alicia, una buena amiga valenciana que siempre me da cobijo en la abandonada casa de su madre cada vez que visito la ciudad, que suele ser con bastante frecuencia. Allá no vive nadie (a la espera de poder venderla) y está llena de recuerdos familiares, como si una bomba H hubiera estallado y la gente hubiera desaparecido. Y fue algo parecido, porque debido a una repentina obra en el inmueble tuvieron que marchar, para no regresar con el paso de los años. Allí estuve entre obreros, cobijado un verano que trabajé en el Cirque Du Soleil, al mismo tiempo que por las mañanas escribía la primera versión del guión de largometraje que no sé si algún día se hará realidad.

Como decía, estas cuartillas son las únicas que he encontrado para garabatear estos párrafos con mi pilot color negro de punta 0,7, una vez que el día anterior, a última hora de la noche, un amigo que está de viaje por Italia (concretamente Nápoles), me comunicaba por whats app que habían encontrado muerto al actor Robin Williams, probablemente un suicidio.

No sé por qué, pero no me sorprendió, llevamos un annus horribilis de muertes repentinas e inesperadas (Phillip Seymor Hoffman), pero de todos era sabida la convulsa vida que había tenido el cómico y actor nacido en Chicago. Aun así, aunque tuviera todas las papeletas de la rifa para que la cosa no acabase bien, sientes un extraño vacío, como si un familiar o amigo te acabasen de dejar. Cuando este tipo de personajes conocidos, con los que has crecido viendo sus películas, desaparecen repentinamente, o por el paso de los años, es entonces cuando eres consciente de tu propia mortalidad, de ese final que ya no es tan lejano.

Williams levantó una interpretación para la inmortalidad, como en su momento también hizo Gregory Peck con un papel parecido, y ambos me calaron profundamente. Éste último protagonizó la extraordinaria adaptación que hizo Robert Mulligan de “Matar a un ruiseñor”, la fundamental novela de Harper Lee, que marcó también a toda una generación del siglo pasado. Peck hacía de padre ético y moral, de hombre justo, íntegro y sensato que trabajaba como abogado en el profundo y racista sur de Estados Unidos, en los años 30 del siglo pasado. Le toca defender en un caso a un negro al que han acusado de violación, y por ello no duda en enfrentarse a sus vecinos, convertidos en turba desbocada e inconsciente que dan por hecho que es culpable.  Además, es el padre viudo de dos hijos en edad adolescente, a los que debe sacar adelante, mientras son testigos del totalitario ambiente que se respira en el lugar en el que nacieron. Atticus enseña la mejor lección que se le puede dar a un hijo, cuando sorprende al mayor disparando con su carabina a los ruiseñores. Es entonces cuando le dice que matar a un ruiseñor es un grave pecado, porque sería lo mismo que matar la inocencia, ya que esos pájaros sólo hacen cosas buenas, como regalarnos su canto. Ese momento, como la escena en que el padre sale del tribunal mientras los negros en la parte de arriba esperan pacientemente puestos en pie, y el criado del abogado le dice a la asilvestrada hija (Scout) de Atticus: “señorita Jean Louise, levántese… su padre se marcha”, me hicieron conocer plenamente el significado de la palabra integridad.

El papel de Robin Williams como profesor Keating también quedó grabado en la memoria de toda una generación, si bien es de esos personajes que irán pasando de una a otra, como sólo pueden hacer los clásicos. Mucha culpa de ello también hay que atribuírsela al director Peter Weir, un tipo que nunca ha sido suficientemente considerado, pero que tienen en su filmografía algunos de los títulos más importantes del último cuarto del siglo pasado, además de ser tremendamente cuidadoso en la elección de guiones, o libros que hubiese que adaptar. En este caso, el guión de “El club de los poetas muertos” corre a cargo de Tom Schulman, que recuerdo lo estudié tiempo atrás en análisis fílmico por la ejemplaridad de su estructura narrativa, aparte de los momentos y frases que atesora la película, que pasaron a la memoria colectiva de tantas personas. Pero sobre todo queda el recuerdo de Williams, con esa mirada triste que siempre le caracterizó, aunque hiciese el más histrión de sus múltiples personajes. Es curioso como un tipo depresivo, adicto a todo tipo de sustancias, a la noche, al alcohol, a la autodestrucción, crease personajes (especialmente Keating) tan normales, morales, éticos e íntegros (¿Recuerdan aquel profesor y psicólogo atormentado en “El indomable Will Hunting”?), lo que demuestra que el mundo avanza gracias a estos seres asociales, solitarios, extraños, complejos, pero geniales. Su propio talento es su propia destrucción, y eso el resto de los mortales nunca lo entenderán, sólo disfrutaran egoístamente de ellos hasta que un día salga una noticia que informe que decidieron abandonar la partida por su propia decisión.

Todo país que se llame decente debe fomentar, ayudar, impulsar el oficio más duro y complejo que existe: el de profesor, maestro, docente, educador, o como lo quieran llamar. Son el primer eslabón de la cadena social que impide que un país se convierta en una selva, en un lugar donde salir a la calle sea jugarse la vida. Son la línea de partida para que una sociedad pueda llamarse digna y justa, que impide que sólo se baile al son de los poderosos, aquellos que sí pueden permitirse tener profesores para sus hijos, aunque estén mal pagados. Un mundo lleno de Keatings haría más difícil que existieran Gazas, Sirias, Ucranias, Áfricas, o impedir crisis económicas cuyo origen está en la más pura avaricia.

Lamentablemente el profesor Keatin es una entelequia, una ficción producto de hombres que tratan de hacer el mundo algo más habitable contando historias. El oficio de maestro no es tan satisfactorio ni tan utópico. Aparte del maltrato gubernamental al que son sometidos cuando vienen mal dadas, está la propia presión del aula, un lugar donde les pueden comer vivos sino consiguen imponerse, como vi yo con tantos profesores impotentes ante la jauría. Algunos no aguantan, abandonan las clases; otros, simplemente, se dejan llevar por la rutina o la apatía, sabedores de que no sirve para mucho lo que hacen. Pero es cierto que unos cuantos luchan, que el mero de hecho de alentar a un pequeño porcentaje del aula ya es un triunfo.  Por eso es el oficio más duro del mundo, y existe desde hace milenios, donde ya alguien, probablemente en una cueva perdida paleolítica, decidió que le iba a enseñar a otro sus habilidades y conocimientos.

No sé si algunos de ustedes al leer estas líneas les viene a la mente algún profesor que les marcó de por vida. Por supuesto que los hay, tengo amigos que me han hablado de tal profesor de Geología que un día les dijo que no se limitasen a recitar como borregos los apuntes, que le dibujasen las placas tectónicas para entonces saber que lo habían comprendido de verdad, que ya entonces pensaban por sí mismos. Los hay, existen profesores que no necesitan subirse a una mesa para hacer ver el mundo a sus alumnos, son simplemente maestros que hacen su oficio, que abren la puerta al conocimiento, a la curiosidad, al interés. Yo no tuve a nadie para señalizar ese camino, o más bien no encontré a nadie que lo hiciera, pero no me quejo porque otros muchos ni siquiera tuvieron esa posibilidad, empezando por mi madre o gente de aquella generación perdida. Por eso, hoy más que nunca, debemos seguir buscando al profesor Keating.

© Gonzalo Visedo


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