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Foto del escritorGonzalo Visedo

Daniel Craig no es Bond

Sí, Daniel Craig no solo se gana la vida interpretando al agente 007. Es algo más: hace una labor que nadie conoce, en un país que no es el suyo, en otro idioma. Sé que me van a tomar por loco, que como consecuencia de lo que me ocurrió, quizás sufra lagunas mentales; puede incluso que los retrovirales con los que me curaron, me provocasen alucinaciones, empezando por ver a Daniel Craig trabajando como sanitario en el Hospital Clínico de Madrid.

Llevaba ocho días recluido en mi habitación, tras haber cogido el virus trabajando en el famoso teléfono de atención que anunciaban a todas horas, que no servía para nada, solo para infectar a los que allá estábamos sin medidas de seguridad. Mi madre, una anciana de ochenta y nueve años, me dejaba la comida en una mesita frente a la puerta. Yo había perdido el olfato y el gusto, tenía un sabor especial desde hacía días, el que te deja el amigo corona, su firma inconfundible. Ya no tenía fiebre, pero al séptimo día, empezaba a respirar mal cuando me tumbaba en la cama. En el octavo, fui a peor. Me costó contactar con el centro de salud, donde me dijeron que fuese para allá.

Me puse una camiseta, unos vaqueros, un jersey con cremallera, las deportivas; luego cogí el móvil, el DNI, la tarjeta sanitaria; además del Seretide, un inhalador para el asma. Ya en el centro de salud, una sanitaria algo oronda, vestida de astronauta, pidió unas placas. Cuando vio el resultado me dijo que tenía que ir a urgencias del hospital Clínico. Y eso hice, me fui para allá pensando que no sería para tanto.

En la sala de espera del Clínico esperaba toda una multitud, que iba llegando de manera fluida, como un grifo estropeado que provoca una inundación. Al ser tantos, tardaron doce horas en confirmar mi positivo y la neumonía bilateral. Al final, sí era para tanto: tenía que pasar una semana ingresado, según el protocolo. Avisé a mis hermanos sobre mi situación y que nuestra madre se quedaba sola, pero ellos tampoco podían salir.

Al no haber habitaciones, me ubicaron en una silla reclinable junto a otros treinta y tres enfermos en la Unidad de Primera Asistencia (UPA). Al no haber espacio, metían a la gente donde encontraban un hueco. Podría decirse que esta UPA no era dance (chiste malo), pese al baile de enfermos que entraban por la puerta.

Por mi parte, había pasado de ser un ermitaño en mi habitación a compartir piso Erasmus con personas que se ahogaban con sus toses. Casi no me quedaba batería en el móvil, aunque junto a mí, compartiendo rincón, estaban dos sanitarias del mismo hospital, también infectadas, una de ellas con mucha fiebre. La otra se apiadó al ver que no tenía batería y pude cargarlo en su adaptador.

¿Y qué hice en esas interminables horas, entre esputos y toses? Ya me habían dado los primeros retrovirales, así que, aparte de contar las placas del techo, solo me quedaba imaginar. No sé por qué, surgieron músicas e imágenes, no sabía si por efecto de la medicación, o por la necesidad de evadirme a otro lugar. Imaginé que en el despacho donde confirmaban los positivos, la doctora lo hacía tocando en un órgano la ‘Tocata y fuga en Re menor de Bach’, que le pega a la situación.

En la sala de la UPA, una enfermera, con un físico a lo Kathy Bates, abroncaba a un señor que se había quitado las mascarilla. Nos advertía de manera socarrona: “aquí no se quita nadie la mascarilla, yo tengo más calor vestida de buzo”. Entonces me fijé en dos hombres latinos que dormían sin enterarse de nada, sobresaliendo sus tripas por las camisetas. No sé si fue un delirio, pero vi que Kathy soltaba su soflama al tiempo que palmeaba las barrigas de ambos, como si fueran los trece golpes de timbal de ‘Así habló Zaratrusta’.

De tanto mirar el techo, las placas empezaron a iluminarse, como en el final de ‘Encuentros en la tercera fase’, sonando la ‘Novena’ de Beethoven. De pronto, bajo las luces parpadeantes, todo el equipo sanitario, e incluso los enfermos, formaron un coro interpretando el épico final.

Pero lo mejor estaba por llegar, cuando con un uniforme verde, marcando bíceps, pude reconocer a Bond, James Bond. Sí, era Daniel Craig, en el mismísimo Clínico, aunque ustedes no me crean. Ya dije que su carrera actoral es una mera fachada. Daniel estuvo durante veinticuatro horas sin despeinarse el flequillo rubio, clavando sus penetrantes ojos azules, que asomaban por la mascarilla, en los que perdían la esperanza, o en los compañeros a los que tenía que organizar. Y todo lo hacía con el mismo gesto mordaz con el que liquidaba agentes de Spectra.

Estuve así dos noches, sin dormir, imaginando mientras la gente se ahogaba. En la tercera mañana, ¡por fin!, mi nombre estaba en la lista de los que enviaban al IFEMA. Allí pasé otros tres días poco recomendables, diría que peores: ya no hubo alucinaciones, solo cruda realidad. Cuando me dieron el alta, tras una espera eterna, regresé a mi casa gracias a un taxista caritativo. Subí a toda prisa, inquieto, con la ropa que llevaba cinco días atrás. Encontré a mi madre tumbada en la cama. Al principio pensé que solo estaba cansada, pero enseguida reconocí quién le había dejado su tarjeta de visita. El pulsioxímetro marcaba ochenta y uno, así que cuando se la llevaban, pensé que sería la última vez que la vería.

Han pasado dos semanas, escribo al final de la cuarentena, pendiente del parte que me da mi hermano sobre el estado de mi madre. Parece que va a salir de ésta, son de otra pasta. A mi mente acude la ultima alucinación que tuve cuando nos evacuaron al Ifema. Bond, y el resto de médicos, sacaban unos violines y nos acompañaban al autobús interpretando la ‘Primavera’ de Vivaldi.




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