Gonzalo Visedo
Dreams
Tenía 22 años, por aquellos tiempos me encontraba haciendo una carrera universitaria que me importaba más bien poco, pero que me hizo despertar al mundo tras un eterno paso por el colegio de curas. Estaba en el tránsito de segundo a tercero, había aprobado todo, llegaba un largo verano que prometía y quería comerme el mundo… ¡Qué cosas digo!, ¿se supone que eso es lo que quería hacer?, ¿comerme el mundo? Creo recordar que más bien soñaba despierto, algo que sigo haciendo, ahora que soy un señor maduro, modo desencantado. Soñaba con historias que iban a ser contadas por mí y que permanecerían para siempre en el recuerdo de la gente, aunque creo que era Jean Renoir quien decía que si con una historia lograbas interesar a dos personas, podrías darte por satisfecho. Quizás por eso hoy sé que ya no sueño despierto, entre otras cosas porque si sueño es para compensar la falta de éste la noche anterior. Así que si pudiera soñar despierto hoy en día, tengo claro que en el sueño no voy en un vagón de metro lleno hasta los topes camino del trabajo, o que no subo las escaleras junto al resto de la borregada camino de la explotación laboral, por supuesto, tampoco leo informes que harían caer en la narcolepsia a un insomne irredento, pero sobre todo sueño que paseo por lugares remotos, perdidos, alejados de la boina negra de Madrid.
Pero regresando a cuando tenía 22 años, pensé entonces que para poder en un futuro contar cosas a otros, primero tenía que viajar, por tanto, vivir. Así que, en aquel verano del 93, decidí cruzar el charco en busca del Nuevo Mundo, junto a dos amigos, para ya tener algo que narrar desde el proscenio de mi escasa experiencia, o quizás algún día, poder evocarlo. Mi amigo Pedro se fue a un resort en las montañas de Colorado, quería sobre todo ganar un dinerillo con vistas al resto del año, pero básicamente, experiencias aparte que pudieran acontecerle, lo que quería era follar, que era lo suyo por aquellas edades, a ser posible mucho. Mi amigo Óscar, por otra parte, se fue a un pequeño pueblo turístico en New Jersey, lleno de parques de atracciones con montañas rusas de rampas vertiginosas. Para él lo de follar no era una necesidad imperiosa, entre otras cosas porque tenía una novia pelirroja muy atractiva que le esperaba a su vuelta. Su sueño, al igual que el mío, era ahorrar dinero trabajando unos meses por aquellos lares (él lo hizo limpiando habitaciones en un pequeño hotel cuyo propietario era un pakistaní que también trabajaba de ATS en Filadelfia… ah, el sueño americano), para luego gastarlo en conseguir un coche y lanzarnos a la carretera emulando a Dean Moriarty y Sal Paradise. El problema era que ninguno de los dos cumplíamos el perfil salvaje de aquellos beatnicks, como mucho yo llevaba un pañuelo bandana en la frente, pero repostando camino de Los Ángeles un gasolinero me recomendó que me lo quitase, sino quería pasar por miembro de una banda, pese a que mi careto denotaba que lo más parecido a un pandillero que había visto en mi vida eran los de las películas de quinquis de José Antonio de la Loma.
Resumiendo: tanto Óscar como yo nos conformábamos con encontrar aquellos lugares cine que tanto nos habían hecho soñar. Queríamos rastrear a John Wayne en Monument Valley, aunque no fuéramos centauros del desierto, recorrer la carretera que conducía a Thelma & Louise a su épico suicidio, llegar a la frontera, beber whisky y descojonarnos como Pike Bishop y su cuadrilla salvaje antes de empezar el Apocalipsis con el que nos llevaríamos por delante a tanto hijo puta suelto. Nuestro sueño era pasar por el mismo lugar que una vez pisaron todos esos personajes que realmente… nunca existieron.
De los tres amigos, fui el único que le dio por instalarse en una ciudad grande, en plan Paco Martínez Soria en “La ciudad no es para mí”. Elegí Boston porque había encontrado trabajo desde Madrid en una empresa que gestionaba parkings. El gerente se llamaba Syd Gottlieb, un judío de voz cavernosa como consecuencia del exceso de bourbon entre las comidas, bueno, y durante las comidas, también. Pero el trabajo real lo manejaban unos italoamericanos recién salidos de los sueños de Scorsese. Trabajé en varios parkings del Downtown, especialmente el que estaba cerca del Fenway Park, el estadio de los Red Sox, el mítico equipo de béisbol (algo parecido al Madrid en fútbol), pero a veces me enviaban a currar al parking frente al Boston Garden de los Celtics, y esporádicas veces al que tenían en pleno Chinatown, donde aparcaba los Lexus de lujo de chinos que venían de fiesta. Casi siempre me tocaba en el más grande, es decir, el del estadio de béisbol. Generalmente me aburría horrores debido a que apenas venían coches durante el día. De hecho, la zona no tenía mucho movimiento salvo por el estadio que, cuando había partido, se llenaba hasta los topes. También por las noches el tema se animaba por los bares con música en directo que había en la zona, entonces llegaban coches con tipos que llevaban la gorra de béisbol calada hasta las orejas y bebiendo (y eruptando) latas de cervezas de una ristra de seis que colocaban entre las piernas mientras conducían.
Como ya he dicho el objetivo en esos meses era ahorrar lo suficiente para el viaje posterior, el problema era que, como me dio por irme a una ciudad no precisamente barata, y el sueldo que tenía lindaba con el salario mínimo interprofesional (no se crean, hoy en día, en un conocido emporio tecnológico que tiene ganado los favores políticos del gobierno, gano menos que cuando aparcaba coches a chinos por seis dólares la hora… y, además, tiene menos gracia), pasaban las semanas y no ahorraba un duro, o mejor un dólar. Vivía compartiendo casa con un analista político del partido demócrata, que se bebía mi coca cola y siempre olvidaba reponerla, y una secretaria algo oronda (tamaño estándar estadounidense), de mirada y silencios inquietantes, a la que una vez sorprendí en el salón con unos amigos suyos. Recuerdo que ni me saludaron, todos fumaban, no bebían, tenían la mirada perdida, sin parar de fumar, parecían fábricas de la revolución industrial a pleno rendimiento, ni siquiera hablaban entre ellos. Ante tal panorama, con un escalofrío recorriendo mi espalda, y con el analista que aquella noche no dormía en casa, me atrincheré en la buhardilla calurosa que había alquilado, pensando en lo que las autoridades dirían a mis padres cuando les entregasen mi cuerpo descuartizado en piezas tamaño Lego. Al final, la noche transcurrió sin incidentes, no pasó nada extraño, ni me trocearon, ni me cocinaron a la salsa barbacue, ni me quemaron los pezones con cigarrillos mientras alababan a Jesús. Eso sí, tras la sesión fumata, durante días quedó una neblina en la casa parecida a la del Londres de Jack el destripador .
Pasaban los días y yo seguía trabajando en el parking, o como ya comenté antes, aburriéndome en la caseta. Leía todos los libros que encontraba a mi paso, adquiriendo esta culturilla de andar por casa que no me ha servido para mucho, salvo para escribir reflexiones absurdas en Facebook, o guiones que se encuentran en barbecho en cajones de despachos. La única variación que se producía en mi rutina era que, al terminar mi turno, siempre recibía una llamada de Syd, con signos de haber intimado en exceso con Jack Daniels. Con su voz cavernosa siempre me preguntaba lo mismo: “How’s bussiness?”. Y yo con mi voz angelical de púber poco magreado, siempre le contestaba lo mismo: “Slow, Syd, very slow”. A continuación, the big fucking boss intentaba convencerme de que me quedase más tiempo trabajando para él (no era listo el tío). Le respondía que, aunque las condiciones laborales me parecían correctas (¿es que vosotros no ponéis nunca el culo, jodidos?) al punto de plantearme mudarme a Boston, mi objetivo real era que, una vez ahorrado cierto dinero, iniciaría mi viaje por todo el país junto a mi amigo Óscar, en un coche descapotable de segunda mano, con todos los cops siguiendo nuestros pasos (eso no lo dije, pero queda bien en esta parte del texto). Syd no lo entendía, tampoco es que hubiese viajado mucho el hombre, de hecho pensaba que España hacía frontera con Honduras (¡Viva!), o algo más allá, pero que seguramente sería un shit-hole, que diría aquél. La única vez que tuvo que salir de USA fue a Vietnam para dar cera a esos malditos charlies. Luego colgaba, y al día siguiente, tras intimar de nuevo con Jack, volvía a llamarme y se repetía la misma ceremonia nocturna.
Como dije un par de párrafos más atrás, los días animados en el parking eran los domingos de partido. Los italoamericanos colocaban a los espaldas mojadas y a los estudiantes europeos (servidor más dos chicos franceses que también vinieron con este trabajo desde Francia) unos chalecos naranjas, y nos entregaban unas banderolas del mismo color, con el objetivo de atraer coches que buscasen aparcamiento. A mí siempre me tocaba ir a otra zona, donde tenían una pequeña parcela con parking, junto a Mario from Naples (así se presentaba y también era amante de Jack), con quien tenía disparidad de criterios en cuanto al tamaño de los coches.
– Eeeeeh, send me small cars!!!! – se desgañitaba amablemente el bueno de Mario con su potente acento napolitano. Y yo buscaba el equivalente a un seiscientos, y entonces Mario se cabreaba aún más.
– I’ve told you small carsss, putana!!! Y es que, claro, el coche pequeño en América no entra en los cánones de lo que entendemos por coche pequeño en Europa. Allá, lo pequeño es grande, y lo grande es King size. Y claro, al enviarle los coches con el tamaño equivocado, le jodía el Tetris al pobre Mario from Naples.
Mis pocos días libres en Boston eran más bien solitarios. Las únicas personas que conocía eran los dos chicos franceses que trabajan conmigo. Uno (no recuerdo el nombre, la verdad) era majete, le gustaba el cine, leer, y resultaba agradable conversar con él, pero vivía en Dorchester, justo al otro lado de la ciudad (yo estaba en Cambridge, por la zona de Brighton, creo recordar). De hecho, al principio encontré piso en Dorchester por lo barato que resultaba, pero uno de los italoamericanos me advirtió con gestos muy explícitos que la zona tenía ambiente, pero en otro sentido. Un día, el compañero francés majete me invitó a cenar a su casa. Vivía con una mujer latina que alquilaba habitaciones en su casa. La casera del francés nos hizo una cena estupenda, hablaba en español, pero además era una mujer muy cultivada que amaba el cine de Almodóvar. Y sobre el director manchego conversábamos, cuando sonaron un par de detonaciones unas calles más abajo. Nos quedamos callados, pero la mujer no se inmutó demasiado, le quitó importancia al asunto y me dijo que era lo normal a esas horas, así que seguimos hablando de “Átame”.
Con quien no entablé amistad, sin embargo, fue con el otro francés (tampoco recuerdo el nombre, así que le llamaré “el Francés pajillero”, o “el Pajillero” a secas). Aparte de ser más estirado, y estudiar para ingeniero, el problema con él fue la noche soberana que nos dio cuando, en los primeros días, sin haber encontrado una casa donde vivir, tuvimos que compartir los tres el suelo de una habitación que nos cedió un español aprovechando que se mudaba a la casa de la novia. A eso de la medianoche, una extraño sonido nos despertó al otro francés (el majete) y a mí. También se escuchaba un extraño gemido, así que al volverme vi que el francés estirado (y futuro ingeniero) sufría un extraño tembleque, que no era precisamente un ataque de epilepsia. Uno, que ha sido algo insomne gran parte de su vida, puede entender que se busquen todo tipos de métodos para atrapar a Morfeo. El problema es cuando el remedio resulta más bien viscoso teniendo a compañeros de sueño apenas a unos centímetros. El jodido estuvo pelándosela toda la puta noche.
Aparte de “el Gayolas gabacho” (por no repetirme) y el francés majete, mi círculo de amistades se limitaban a… cero. Así que el tiempo libre en el que no estaba dando tickets a borrachos, aficionados al béisbol, o aparcando coches de lujo de los chinos, los pasaba deambulando por Boston, especialmente en metro, cuyo recorrido es en gran parte por la superficie. Me encantaba recorrer toda la ciudad, pegar la nariz a la ventanilla cuando cruzaba los edificios del centro, cruzar el río Charles camino de Cambridge, pasar junto a Harvard y llegar a mi casa (al final de la línea) donde todo era verde y silencioso. También me gustaba pasear desde el Downtown hasta el puerto acompañado del grito histérico de las gaviotas que sobrevolaban entre los edificios; sentarme en el parque donde Robin Williams le recuerda a Mat Damon que su insolencia sólo se curará viajando (y, por tanto, viviendo) en aquella película llamada “El indomable Will Hunting”; pero sobre todo me fascinaba perderme en el quiosco de Harvard Square, donde podías encontrar periódicos de todo el planeta, algo que en estos tiempos actuales suena a Pleistoceno. Allí leía el Marca (el País lo leía en la biblioteca pública de Boston) para enterarme de que el Madrid fichaba a Dubovsky, un eslovaco que años más tarde perdería la vida de manera absurda, al resbalar y caer por una catarata en Thailandia mientras disfrutaba de sus vacaciones.
Cuando no quería coger el metro, paseaba por la zona de la universidad que no me pillaba lejos de casa, envidiando las instalaciones que tenían los cabrones. Los alrededores estaban llenos de librerías, tiendas de música y pequeños cines con reposiciones de clásicos, es decir, esa extraña cosa llamada cultura y de la que a veces hablan en La 2. En aquellos tiempos la moda era la música Grunge, veías a todos los habitantes del campus que iban como Kurt Kobain, con los vaqueros rotos, desaliñados y perdonándote la vida con la mirada; o bien querían ser Winona y robar alguna tienda de moda. Y fue en una de esas pequeñas tiendas de música donde husmeando (sin saber) entre vinilos y casetes, oí por primera vez la voz poderosa de una mujer, que al mismo tiempo resultaba evocadora. Me quedé enganchado a ese sonido, y a esa voz, así que me acerqué al tipo de la tienda y le pregunté quién era. Me dijo que era una banda irlandesa nueva, que acababa de publicar su primer disco y que estaban arrasando con una canción que hablaba de sueños que no son lo que parecen. Por impulso compré el casete, que luego se iba a convertir en la banda sonora de aquel verano, de aquel viaje en el que recorrimos todo el país de norte a sur, de este a oeste, del verde de Nueva Inglaterra al caqui de Arizona, del frío del norte al calor insoportable de la frontera, de dormir en zonas de descanso llenas de camiones a moteles de carretera de esos que habíamos visto en mil películas, de policías mal encarados despertándonos en medio de la noche por dormir donde no debíamos a policías mal encarados multándonos por exceso de velocidad (con la mano en la pipa, por si las moscas). Recorrimos todos los lugares que soñamos íbamos a recorrer, y la mayor parte de las veces escuchando ese casete que había comprado en aquella pequeña tienda cerca de Harvard.
Veinticinco años después de aquella personal odisea que hice con Óscar, llegué a casa tras un día más en la rutina en la que uno se encuentra instalado. Cliqué en Safari en busca de los periódicos digitales para ver si el mundo se había ido a tomar culo definitivamente, o si la cosa va para largo. En las portadas descubrí una de esas noticias que debes leer dos veces pensando que has regresado al 28 de diciembre. La mujer que lideraba aquella banda irlandesa, cuyo primer disco compré en Boston, había muerto repentinamente, con una edad parecida a la mía, así, porque sí. Y sé que estas cosas las exageramos, al fin y al cabo no es familiar ni amigo ni la conoces, pero la cosa impresiona no ya por irse antes de tiempo, sino porque muchas veces la obra de ese/a artista ha significado algo en alguna parte de tu propia vida. Y cuando el tipo de la Guadaña, recordándote que él es la banca y siempre gana, retira las fichas del tapete, sientes que tú también te vas poco a poco de este juego tan peculiar que es la vida. En mi caso, al leer la notica, afloró aquel verano del 93 que tenía completamente perdido en la memoria, así que se desbocaron los recuerdos de aquella estancia en Boston, de los smalls y bigs cars de Mario from Napples, de los viajes en el metro de Boston, del pajillero francés (y futuro ingeniero), de los disparos mientras hablábamos de “Mujeres al borde de ataque de nervios”, de recordar que hace tiempo quise ser Jack Kerouac, de aquel Chevrolet Corsica granate en el que Óscar y yo recorrimos 14.000 kilómetros con lo puesto y con lo mínimo. Todos ellos regresaron con esa noticia, pero mismo tiempo sentía que todos ellos se perdían con esa misma noticia.
Han pasado unos días cuando ahora escribo estas líneas, la muerte de esa mujer se ha olvidado, como casi todas las muertes, aunque puedes meterte en Spotify y escuchar para siempre su portentosa voz, la música de su banda, como la de Michael Jackson, Bowie, Prince, o la de tantos artistas que se han ido y que se seguirán yendo porque es ley de vida. Pero la vida sigue (odio esta puta frase tanto como el “parece que va a llover”) y la rutina lo arrasa todo, eres una especie de robot que se mueve por inercia, preocupado por las mierdas cotidianas, sin pararte un momento a mirar a tu alrededor, y menos a pensar unos instantes sobre el estado de las cosas. En mi caso ni siquiera quiero escribir porque siento que sirve para poco, ¿quién cojones tiene un rato para leer?. Te abroncan si te pasas de diez líneas, no seas cansino que no hay tiempo, que tengo que ver la última serie de Netflix. Así que seguiré soñando despierto en el metro, pero camino de Suanzes en lugar del Boston Garden, seguiré caminando bajo la boina negra que alienta mis pesadillas y mis anhelos, y por supuesto seguiré leyendo informes que parecen escritos por disléxicos, pero que me dan de comer y al mismo tiempo fuerzas para seguir juntando absurdas letras con intención de contar algo a quien lo quiera leer. He decidido no soñar con el futuro, debo vivir en el presente y, aunque solo sea por tocar los cojones, o por lograr interesar a dos personas, declararme inmortal.

© Gonzalo Visedo
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