Yo tuve una novia que se fue de cooperante a los Balcanes. Le hice dos visitas a mediados de los noventa. Fue en la segunda, cuando ya habíamos roto, donde tuve la absurda intención de (re)conquistarla, esas cosas que se hacen con veintitantos años. Por aquel entonces los vuelos comerciales a la antigua Yugoslavia estaban suspendidos, así que tomé un avión a Venecia y luego una larga travesía ferroviaria, cruzando primero por Eslovenia, para llegar finalmente a Croacia, donde descubrí la célebre hospitalidad de la policía croata. Luego tomé un autobús hasta Knin, la capital de Krajina, donde la oenegé tenía su centro de operaciones. Hice un viaje a través de un paisaje bucólico, casi de cuento, sino fuera porque al mismo tiempo resultaba desolador comprobar que prácticamente todas las casas habían sido pasto de las llamas, con las fachadas horadadas por agujeros de todos los tamaños, provocados no precisamente por la carcoma. Evidentemente la sorpresa de ella fue grande, usé como excusa que era su cumpleaños, que estaba tomando una caña en Tribunal y me dije: “Voy a saludar a la Valva” —que así se llama ella, Valvanuz (es de Santander), aunque prefiere usar el diminutivo de ‘Valva’.
Su trabajo consistía en llevar sacos de harina a ancianos serbios que no querían abandonar sus casas en zona croata. Lo realizaba junto a una intérprete, llevando todoterrenos rusos que se caían a pedazos por caminos pedregosos y zonas que todavía estaban minadas. Me llevó a una casa que tenía la organización en un pequeño pueblo de la costa. Era un lugar de postal, donde intuías que en el pasado la gente iba a veranear, pero tras la guerra era un lugar fantasma. En un momento dado, la mujer sacó fuerzas de flaqueza para confesarme con toda sinceridad que se había enamorado de un croata de la Cruz Roja.
¿Qué hice entonces? Me salió el hidalgo español absurdo y le dije que, por supuesto, me quitaría de en medio, cogería el autobús de vuelta –como si fuera igual que pillar la línea 5 de la EMT— y no la molestaría más. Fue ella la que trajo la cordura, me hizo ver dónde estaba (obvio), me tranquilizó, me aseguró que pasaríamos los dos juntos el fin de semana celebrando su cumpleaños y ya el lunes regresaríamos a Knin para dejarme en el autobús de vuelta a Zagreb.
Así que pasamos el fin de semana lo mejor que pudimos, conocedores de la situación. Nos bañamos en el Adriático, tomamos el sol en un pequeño embarcadero, me llevó a cenar al único restaurante abierto del pueblo, donde el camarero se sorprendió por tener clientes. Me habló de sus compañeros, de los malos momentos del principio, también de los buenos momentos, del peculiar cocinero con un pasado misterioso que las alimentaba –todas las cooperantes eran chicas—, de una compañera de un pueblo de Ávila a la que gustaban las drogas —se las traía a escondidas—, que fue su principal apoyo en los momentos duros, y de otras muchas historias que hicieron que la noche se diluyera como si fuera un azucarillo.
Llegó el domingo y volvimos a Knin, consciente de que era una cuenta atrás, aunque ella insistiera en mantener el contacto. Llegamos a la casa, me presentó a sus compañeras, me hablaron de la inquietud que todos tenían porque la dirección de la organización quería cerrar la misión por cuestiones económicas –algo de lo que yo estaba al tanto—, cuando de pronto la abulense de las drogas le comentó a Valvanuz que si se había enterado de la carta en los periódicos españoles. Ella puso cara de no entender nada. Al parecer, alguien había escrito contando lo del cierre de la oenegé. Había sido publicada en El País, en la sección de “cartas al director”, pero también en el resto de periódicos de tirada nacional.
Noté que la mirada de Valva me taladraba, pero yo no me atrevía a girar la cabeza. Nadie sabía quién había escrito esa carta, pero a ella enseguida se le encendió la bombilla. Permaneció en silencio, no dijo nada. Me despedí de las compañeras, del cocinero excéntrico y salimos camino de la tartana rusa con la que me acercaría a la parada autobús. Eran los últimos instantes que pasábamos juntos, pero el silencio atronaba en el interior del vehículo humanitario; ella permanecía con la vista al frente, sin decir una sola palabra desde que salimos de la casa. Aparcó el coche y me dispuse a darle dos besos para despedirme de la manera más digna posible, cuando las lágrimas fluyeron de sus ojos.
— Mi abuela siempre dice que nunca sabemos apreciar lo que tenemos a nuestro lado—, dijo ella, mientras se limpiaba la cara.
El autobús estaba a punto de salir, me acompañó hasta la puerta, cuando entonces, sin esperarlo, me besó. Me dijo que tenía que poner en claro sus pensamientos, que me llamaría en unos días. Regresé a Madrid tras un viaje eterno. Pasaron unos días en los que mi única preocupación era el teléfono, cerciorándome de que estuviese bien colgado, de que no tuviese avería alguna, incluso llamé a Telefónica para estar seguro de que no había ningún tipo de corte, pero la falta de noticias solo podía significar una cosa.
No supe nada más de ella durante mucho tiempo hasta que un día recibí un WhatsApp. Era ella. No me dijo nada del croata de la Cruz Roja, sólo que había vuelto a su tierra y dado un giro a su vida debido a la crisis. Estudió una formación profesional de hostelería y ahora era pinche de cocina. Mantuvimos el contacto estos años, hasta que un día me sorprendió con algo que no esperaba:
— Tenía pendiente escribirte, el otro día encontré unas cartas tuyas al director, escritas en una Olivetti… qué joyas — ponía el mensaje.
No recordaba cuál fue el destino de aquellas cartas, pero me conmovió que, por alguna razón que no alcanzaba a recordar, ella las conservaba.
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