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  • Foto del escritorGonzalo Visedo

Relatos bochornosos

Llevaba unos meses sin pasar por aquí, básicamente porque he estado liado, pero también por falta de ganas; en esto del blog, soy una montaña rusa: de pronto me pongo a escribir como si no hubiera un mañana, como no pulso una tecla durante meses por absoluta desgana, y escribir por escribir, pues la verdad, no me sale, entre otras cosas porque quiero que esta bitácora sea un bálsamo de gilipollez suprema.

Estaba tirado en la cama de mi habitación, algo cansado, en el día marcado por las grandes marcas de ropa como el del amor en pareja. Y me parece bien, por qué no, aunque el día lo patrocinen los grandes almacenes, no voy a dármelas de duro, como no tengo pareja (bien por pura inmadurez o por puro egoísmo o por lo que sea), no voy a criticar lo que hace gran parte de la humanidad, aunque luego muchas de esas historias terminen mal. De hecho de jovencito era muy enamoradizo, llegué tarde a eso de tener novia (por tanto, al sexo), conseguí salir con una que ni en mis mejores sueños hubiera soñado, luego la cagué, como es obvio, y posteriormente me dejé llevar en relaciones que no iban a ninguna parte, sólo por ser como el resto de la gente. Ahora, ya en la madurez, sólo veo el lado biológico placentero del asunto, vamos, “dar macarraque”, que decía un antiguo compañero con el que aprendí la sabiduría macarril (de Getafe él y más chulo que un ocho). De todas formas, no cierro puertas a que vuelva a ocurrir lo contrario, de hecho intento no cerrar puertas a nada, la vida son ciclos al fin y cabo.

El caso es que, como decía, estaba tirado en la cama pensando en estos temas tan profundos del amor y la soledad, que no sé muy bien por qué lo ligué inevitablemente al onanismo y, de pronto, como un rayo, por mi memoria pasó un momento bochornoso de mi juventud, uno de esos instantes que te quedas rojo como un tomate y que, además, si hay un testigo presencial, sabes que la otra persona sabe lo que estabas haciendo, aunque no lo diga, y encima sabes que se está descojonando por dentro. Luego acudieron otros momentos que me producen sonrojo recordar, incluso alguno muy reciente; situaciones que  hacen tambalear la autoestima de cualquiera – en mi caso me ha costado toda una vida fortalecerla, sobre todo cuando compito en un sector cargado de egos (y soberbias) por doquier – lo que en mi caso conlleva que salgan a la luz los complejos de la infancia, que horas de terapia me han costado, ya saben.

Así que, quizás como una catarsis interna, quizás para ajustar cuentas con el pasado, quizás porque me aburro, quizás para que ustedes se puedan a reír a mi costa en un claro ejercicio de sadomasoquismo, quizás porque nadie escapa al bochorno en algún momento de su vida, voy a hacer un repaso por algunos de las situaciones más vergonzosas por los que pasé en mi vida; momentos que siempre ocultamos en lo más profundo de nuestro ser, pero que a estas alturas de mi vida, la verdad es que me da igual sacarlos a la luz, total, van a seguir ocurriendo, así que es absurdo evitar el tema.

Si tuvieron la lucidez de disfrutar de esa película argentina llamada “Relatos salvajes”, que tenía como base narrativa el perder control y que, en algunos casos, surgía la ira, ahora podrán leer los que tienen como eje hacer el ridículo, o mejor, pensar que estás haciendo el ridículo, con el bochorno que ello conlleva… y en algunos casos sale la ira, pero esa, como decía Kipling, es otra historia.

El micrófono atascado.

Era en mi comunión, un desfile de niños peinados, encajados en absurdos trajes que parecían un muestrario de los antiguos Galerías Preciados de los años setenta, además de algunos uniformes de marinero, y un almirante que otro, que los aires de grandeza ya se empezaban a vislumbrar. Yo, como era un niño normal, de una familia normal de derechas de toda la vida, con padre militar, madre ama de casa, y más ancestros militares, pues iba de eso, de niño normal con traje, peinado con raya un lado como Dios manda. En el fondo envidiaba a Santamaría, un antiguo compañero que llevaba un traje oficial de la Marina que parecía sacado de la Guerra de Cuba, con medallas y todo. Puestos a hacer el ridículo, mejor hacerlo a lo grande, como fue el caso de Santamaría, muy comentado por todos, mejor así que pasar desapercibido como me pasaba a mí, y como fue a lo largo de mi infancia, aunque ese día los curas (y el azar) decidieron darme un protagonismo que de ninguna manera buscaba.

Se decidió que un grupo escogido de niños tendrían que salir a leer una serie de epístolas, o versículos (tampoco recuerdo bien), ante todo el mundo, vamos leer en público. Como mi primer apellido empieza por uve, pues era el último en salir a la palestra, provocando en mí un sufrimiento interior que todavía hoy me dura cuando voy a recoger algo oficial que esté a mi nombre, ya que siempre soy de los últimos, por no decir el último. Una especie de soplo al corazón, como el protagonista de la película de Louis Malle. También soy de estómago de sensible, demasiados años oyendo eso de “y Visedo…”, mientras la gente salía en estampida de la clase y yo apenas podía escuchar mi nombre y la nota.

El caso es que por fin llegó mi turno, me sudaban las manos, el estómago lo tenía revuelto, el miedo a cagarla, así que salí, papelito en mano, deseando que pasara rápido el sufrimiento, que pudiera pasar desapercibido, total la mitad de la concurrencia se estaba quedando dormida con esas comuniones eternas que parecían una gala de los Goya. Lo único que yo deseaba es que no se fijarían en mí demasiado, no quería dar motivos a los malotes para mofarse y que así no me dieran el coñazo con el mote de marras por el que se me bautizó años atrás: “el viejo” (al parecer por la desgana con la que llegaba a clase… ¡menudos genios!)

La idea era leerlo todo del tirón, sin trabarme, sin parecer un subnormal. “La cosa es fácil, Gonzalo”, me decía a mí mismo para tranquilizarme, “al fin y al cabo son cuatros líneas de nada, un versículo de alguna carta a los corintios, a los efesios, a los filipenses, o ya puestos, coño, a los liliputienses, que tiene cojones los nombres de los pueblos a los que les daba por escribir estos buenos señores apostólicos, que no podían mandar las cartas a gentes normales, tenía que ser a los “listos” de aquella época capaces de descifrar sus mensajes cifrados”, esto último obviamente no lo pensaba, no llegaba a tanto a esas edades, es algo que pienso ahora.

El caso es que me tocaba ya leer y nunca he sido muy ducho en el manejo de mis manos, vamos, no soy un manitas que se diga, ni con los artilugios ni en general; de pronto la rosca de la barra del micro se convirtió a mis ojos en el cuadro de mandos de un cohete a Marte, encima con las instrucciones en arameo, por ponernos bíblicos. No daba con la forma de bajar el micro a mi altura porque la rosca no daba de sí, mientras pasaban los segundos, que se hacían eternos y el murmullo iba creciendo entre las familias presentes, los curas y el resto de niños oficinistas (y marineros). A eso se unía el carraspeo del cura que oficiaba la misa, impaciente porque le estaban jodiendo el show, y una comunión es una comunión, sobre todo luego si te invitan de gañote a la comida posterior. Finalmente, el cura se apiadó de mi sufrimiento, y el del ridículo que estaba haciendo, y pidió que alguien ayudase a ese tonto a las tres, que parece mentira que lo hayamos educado nosotros.

Alguien salió a ayudarme con el micro, no recuerdo quién, pero sí que con la mala fortuna desenroscó a lo bestia y la barra bajó sin control alguno golpeando en mi cabeza de manera rotunda, provocando que tronase (con eco, además) el sonido hueco de mi pequeña cabeza (hoy en día, por el tamaño, el sonido hubiera roto alguna vidriera) por cada esquina de la majestuosa iglesia agustiniana.

La patilla.

Por fin llegó COU, lo que en tiempos de la EGB se conocía como Curso de Orientación Pre-Universitaria. Seguía en el colegio de curas, ya iban para doce años, me faltaba rascar los días en la pared de mi habitación, como si de un vulgar convicto se tratase. Incluso pedí con la boca pequeña a mis padres que me cambiasen de colegio, que no me encontraba muy a gusto, que ya doce años eran unos cuantos y que el décimo tercero prefería hacerlo en cualquier otro lugar, pero debieron pensar que bromeaba, que qué chico más jocoso nos había salido.

La novedad de ese último año, donde los granos, los pelos y las hormonas, cada mañana que te levantabas, llevaban un ritmo distinto al neuronal, era que ¡¡¡tendríamos compañeras femeninas!!! ¡¡¡Albricias!!!, por fin veríamos de cerca eso que los libros llamaban “mujeres”. Sí, junto a mi pupitre, ya no sólo iban a estar “el Cojo”, “el Pedorrina”, “el Rata” o “el Hijoputa”; ahora volvería la cabeza y vería un perfil diferente, curvilíneo, delicado, esbelto. Al abrir el aula, ya no sólo se escaparían el típico olor rancio provocado por los gases que, a su vez, provocaban las lentejas del comedor, ni el sudor de un partido de fútbol de dos horas, al que se unían las dos horas de clases seguidas, todo ello con las ventanas cerradas, creando de esta forma un microclima que nunca entendí como no fue objeto estudio e investigación para futuras enfermedades exóticas. Lo importante es que ¡por fin! iba a tener a mi lado a esos seres maravillosos (y volubles) de los que tanta gente me hablaba, seres que si me hubieran dicho que vienen de Júpiter, lo hubiera creído firmemente.

Al principio, como era de esperar, la cosa costó que fluyese en la relación entre los asilvestrados alumnos que llevaba juntos doce años y el grupo de chicas que, desde el otro lado del patio, nos observaban como si fuéramos homínidos recién salidos de un museo sobre Atapuerca. Las chicas iban por su lado, los chicos por el suyo. En mi caso, sin embargo, había una chica que, al ver que tomaba parte del mismo camino que llevaba a su casa, siempre corría a mi encuentro. No podía ser cierto, ¡¡¡una mujer corría a mi encuentro!!! Lo cierto es que me pasó algo que, a día de hoy, me sigue ocurriendo con frecuencia, ahora que peino canas y ya uso gafas progresivas: me lo creí.

De pronto, pasé de ser el tipo anodino que pasaba desapercibido, que no decía una palabra más alta que otra, a convertirme en el Magallanes que había establecido contacto con las recién llegadas; era una especie de Armstrong peinado con raya a un lado, un temerario, un intrépido que parecía durante esos años atrás guardar la gallardía de la que ahora todos eran testigos. Me sentía importante, incluso notaba las miradas recelosas de algunos que seguro pensaban “mira el insípido este, hablando con las tías”. Tras doce años, al menos por unas semanas, noté que era alguien importante, sí, señor.

Pero todo lo bueno no dura eternamente. No sé lo que pasó por mi cabeza de chorlito, el caso es que enseguida imaginé cosas que no eran, ya me creía una especie de Valentino del Milanuncios. Así que, uno de los días que regresábamos a casa, concretamente cruzando el Paseo de la Castellana, a la altura del Palacio de Congresos, no sé qué me impulso a extender la mano hacia el rostro de la chica. En el fondo, creo que trataba de acariciar su pelo, que estaba muy bien, aunque ahora no lo recuerdo, incluso podía ser un estropajo de pelo, pero para mí era el pelo de una diosa griega. Sólo quería pasarle la mano por lo que pensé era un rizo de su ensortijado pelo, uno que le caía por un lado de la oreja. Pero no, no era un bello rizo con el que jugar, era la patilla Curro Jiménez que, sin darme cuenta, tiré de ella, en lugar de jugar con ella, provocando en la chica una reacción de incomodidad (y creo que dolor), y una situación incómoda a todas la luces, que acabó conmigo haciendo de semáforo rojo improvisado para los coches, en vista del cariz que había tomado el asunto.

La conversación se acabó, llegamos a la esquina con General Perón y la compañera se despidió de mí con una especie de graznido incómodo. Ése iba a ser el último día en que tomó la misma ruta que yo tomaba, si por ella hubiera sido, creo hubiera tomado la RENFE en esos momentos, aunque viviese a cinco minutos. El resto del año la chica cruzó algún saludo conmigo y, finalmente, acabó hablando (y liada) con algún otro afortunado, como le pasó al resto de compañeros, cuando la cosa se relajó y por fin se establecieron relaciones formales con las nuevas visitantes. Creo que incluso alguno se convirtió en padre prematuro.

La presentadora de la TVG

Eran finales de los años ochenta, creo recordar, la verdad, que ya se me nublan ciertos momentos de mi vida. Ya había abandonado el colegio, era un joven pre-universitario de melenas largas, para pesar de mi padre, que estaba en esa etapa en que  empieza a salir sin parar, donde la hombría se medía en gramos de alcohol por litros de sangre, y cuantos más gramos, pues más hombre, obviamente. Eso sí, seguía  sin comerme un colín.

Era verano, agosto concretamente, un amigo llamado José (aunque siempre pronunciábamos “Jose”, sin tilde, vamos, como hace todo dios), que, con el paso de los años se perdió en la noche de los tiempos, nos había invitado a otro amigo (Antonio, con el que sigo manteniendo amistad) y a mí a que pasáramos un mes loco en La Coruña (de donde era su familia paterna), bebiendo, comiendo y, quién sabe, quizás follando en lugar de sin parar de reír. Por supuesto, José,  consiguió dicho propósito, era un conquistador nato: rubio, algo bajito, pero muy atlético, con hombros anchos, fuerte, simpático, con pasta (siempre iba con una moto de siete y medio, o cilindrada similar, me lío con estas cosas, el caso es que hacía mucho ruido), lo tenía todo, pero, además, era buen tipo, así que mi envidia hacia él creo que era sana, sobre todo porque lo pasabas bien y atraía a las chicas, que eso es siempre importante. Antonio y yo digamos que éramos buenos acompañantes, más gente de equipo, bregando en el medio del campo en los partidos de invierno llenos de barro, jugando para la estrella que se encargaba de rematar la faena al final de la noche.

Antonio y yo cogimos un apartamento en Mera, un pequeño pueblo costero a pocos kilómetros de La Coruña donde José tenía la casa familiar. Dormíamos frente al mar, de hecho los apartamentos estaban en la cima de un acantilado, así que amanecíamos siempre con el estrépito del choque de las olas contra las rocas. El mes se había dado bien, nuestra rutina era levantarnos muy tarde, desayunábamos un picho de tortilla para curar la resaca, luego nos tumbábamos un rato, salíamos a tomar una cerveza, y enseguida llegaba la hora de irse a cenar tapas por Coruña; posteriormente copas a granel, empezando siempre en el Club Náutico (un bar del puerto) y terminando generalmente en el Playa de Riazor.  Éramos unos “funcionarios del salir por la noche”, cumpliendo fielmente los horarios días tras día. Creo que no pisamos la playa en un mes, considerábamos “tiempo de playa” la mañana tumbados en la cama, bajo el sol que entraba por el ventanal, escuchando el mar romper contra el acantilado. O sea, que nos podríamos haber quedado en Madrid, que hubiera sido lo mismo, salvo por el marisco, la empanada y los callos con garbanzos.

Como decía antes, enseguida José triunfó y se ligó a una chica rubia muy interesante, creo que era hija de un pintor, todo un personaje, el tipo de mujer que me hubiera gustado, si hubiera decidido a abrir primero la boca el día que la conocimos. Generalmente mi equivocada pose era la de estar apoyado en la barra trasegando copas junto a Antonio, convencido que ya se acercarían ellas. A fecha de hoy, sigo convencido… y esperando. Pero hete aquí que el bueno de Antonio, pese a su timidez y discurso templado, también triunfó. Yo me había ausentado un par de días para ver a mis padres, que estaban por casualidad en Galicia, visitando a mi hermana y su familia, que iban todos los veranos por las Rias Baixas. Cuando regresé, Antonio me confesó que la noche anterior una chica, amiga de la rubia de José (creo recordar), había hecho un acercamiento por el flanco y la cosa había terminado bien, al menos con unos morreos dignos de mención, que hubieran alegrado el onanismo de varias noches. Así que los días que restaban de verano se preveían con un panorama algo solitario.

El problema es que tras tantos días saliendo, durmiendo en la misma habitación con Antonio, borrachera tras borrachera, con tanto trajín, y con tan poco éxito, una tarde que me encontraba solo en el apartamento (Antonio estaba con su conquista, apurándolas horas) esperando a José, que dijo pasaría a recogerme para celebrar la última noche antes del regreso a Madrid, algo interno se despertó en mí. Como tenía tiempo, me encontraba relajado, de fondo el sonido del mar, se puede decir que era el marco idílico para el amor propio. Por aquellos tiempos, es seguro que Bill Gates todavía debería estar en un garaje y Steve Jobs estaría ligando en la universidad, si es que tenía tiempo para ligar. El caso es que de Internet todavía no había noticias; a ello se unía que no tenía revistas porno a mano (ejem), aunque nunca fui muy ducho en eso de comprar porno, por tanto sólo me quedaba echarle imaginación al asunto, o poner la tele, que encima se veía en blanco y negro y no demasiado bien por los problemas de antena de la zona. Antes de echarle imaginación al asunto, quise probar a encender la tele, a ver si pillaba algo interesante que me inspirase, cosa que por la horas vespertinas, parecía harto improbable. Pero en esto que en un canal de la TVG estaba una presentadora (creo recordar que eran noticias, o el tiempo, ahí se me nubla la memoria), que salía con una falda (no piensen que minifalda, era más bien normal, vestía muy seria, lo propio para dar las noticas, o el tiempo) que para mí era más que suficiente, un paraíso de lujuria y desenfreno para alegrarme el día. Así que me puse manos a la obra (ejem), y en ello estaba, alucinando con las noticas locales (o el tiempo que se prevé en Galicia), cuando escuché un coche que llegaba a la puerta de los apartamentos.

Yo era consciente de que podría ser José con toda seguridad, pero tras tantos días de abstinencia, necesitaba concluir el asunto, además tenía que subir las escaleras que daban al segundo piso, donde nos encontrábamos nosotros. Pensé que me daba tiempo, aunque de pronto descubrí que José tenía una capacidad desconocida por mí para levitar, o que probablemente a su capacidad ligar, debería estar también la de los 100 metros lisos porque había hecho el tramo hasta el apartamento a una velocidad que dejaría a Usain Bolt en un infradotado. Aunque realmente lo que ocurrió es que estaba yo tan concentrado en el asunto (noticas o tiempo regional) que ni me percaté cuando se abrió la puerta.

Por suerte, sólo tenía el pantalón desabrochado, aunque la cosa estaba animada y era complejo disimularlo, aun así hice un rápido movimiento abrochándome los botones de la cremallera, pese a que el mástil trataba de abrirse paso a toda costa. No recuerdo lo que hablamos, no sé si José me preguntó (con sonrisilla) que qué hacía mirando el informativo regional, que de donde venía ese inusitado interés por las noticias locales, que vamos que se nos hacía tarde y el resto estaba esperando; el caso es que todo se nubló, el tiempo se paró, yo era consciente de que él era consciente de lo que estaba haciendo, y lo mejor era que el color de mi cara delataba lo ocurrido entre la presentadora y mi persona.

¡Pero no esnifes, chupa, chupa!.

Mi último relato sobre el bochorno se remonta a no hace mucho. De hecho, se puede decir que fue anteayer, vamos, la navidades pasadas, concretamente en una fiesta de Nochevieja.

En los últimos años, un grupo de amigos solemos quedar para cenar y luego tomarnos unas copichuelas tranquilamente, una pequeña fiesta donde a veces se une otra gente, pero nada del otro mundo, salvo alguna excepción de algún año. Antaño siempre fui aficionado a largarme fuera de Madrid, quizás porque las fiestas de Nochevieja nunca las disfruté demasiado, ni siquiera los churros de la mañana, donde te tienes que pelear con una cuadrilla de borrachos con el traje de bodas y comuniones, ahora no del Galerías Preciados sino del Cortefiel. Así que con un grupo de amigos organizábamos Nocheviejas gloriosas, sobre todo en zonas de playa; celebramos el fin de año en lugares que iban desde Carboneras a San José en el Cabo de Gata, de las que guardo un gran recuerdo.

Pero esas noches pasaron a mejor gloria, sobre todo por eso de la jodida crisis, al menos en mi caso. La economía me impedía irme esos días en los que alquilar cualquier cosa tiene un precio. Como decía antes, salvo alguna excepción, generalmente hemos hecho fiestas tranquilas en casas de amigos. Sin embargo, este año lo de la cena se torció por compromisos familiares de varios  de nosotros y, en mi caso, además, cené con mi venerable, anciana, y algo dura de oído, madre, que este año quería quedarse en casa, en lugar de ir con alguno de mis hermanos.

El caso es que sin cena todo apuntaba a un plan casero y a otra cosa mariposa, total es una noche más, generalmente bastante coñazo. Fue entonces cuando una amiga me comentó que un matrimonio amigo suyo, y de otros amigos también del grupo, hacían una fiesta en su casa, donde iba a ir más gente, muchos incluso no se conocían entre ellos.

Esta amiga es, junto a otros amigos, muy aficionada a la música y no se pierde algunos de los festivales más importantes que proliferan en el mapa estival español. Digamos que son asiduos y lo disfrutan. Yo no me considero un gran melómano, pico de todo un poco, soy algo ecléctico, generalmente escucho música cuando escribo. Hace ya años que perdí la costumbre de escuchar discos por la noche, casi prefiero encender la radio como si ya fuera un señor mayor, descubriéndome a mí mismo como si fuera mi padre que siempre estaba con la radio encendida, y se quedaba dormido con ella, siendo mi madre quien se la pagaba. A esta desidia musical, se une mi alergia a las grandes masas de gente acumuladas en pocos metros a la redonda, ya sean para una manifestación, la calle Preciados en rebajas, o un festival de música indie. Aguanto un concierto concreto, y si tengo dinero me gusta ir, por supuesto; pero varios días, no me veo yo rodeado de jóvenes gentes que, por otra parte, pasan más tiempo hablando que escuchando la música, pero esa (de nuevo) es otra historia, que diría Kipling.

A eso se unen que con los años a uno le cuesta moverse hacia la novedad, vamos, meterte en una casa donde no conoces a la mayoría de la gente, encima más jóvenes que uno, y encima de juerga, con lo que eso supone de diálogos imposibles, si el tema se pone etílico, o algo más que etílico. Así que una parte de mí, esa especie de Doctor House que viviría feliz en un iglú rodeado por una alambrada electrificada y protegido por un grupo de pingüinos emperadores asesinos, elegidos por mí personalmente, me decía al oído: “déjate de fiestas y de gente borracha contándote historias absurdas que te importan un huevo, y encima no los vas a volver a ver en tu vida y quédate en casa, con el culo calentito en la manta eléctrica, en pijama, viendo alguna película, y luego alégrarte la noche con alguna presentadora de las noticias (o tiempo) internacional, ésta vez sin el peligro de que nadie te interrumpa de manera intempestiva”.

Sin embargo, la otra parte de mí, la social, la que llaman normal, la que me hace acudir a terapia, buscó los “pros” a la fiesta, que podría estar bien, quizás conocería a alguien, al fin y al cabo es una noche y, además, se unía que iban la mayor parte de los amigos, incluso venían dos parejas de amigos de Valencia y Sevilla, a los que no puedo ver a menudo. Tenía un trancazo importante, que hubiera sido la excusa perfecta, pero ya había dado mi palabra a esta amiga, y en esto soy un poco como el mítico Carlito Brigante de la película de De Palma: mi palabra es lo único que me queda.

Y ahí que fui para la fiesta, que al final parecía a una fiesta del abogado de Carlito (el personaje que interpretaba Sean Penn), es decir, la cosa se animó y junto a las copas, había trasiego de drogas por aquí y por allá, aunque sin piscina. Mi historia con las drogas no es que sea muy fascinante: no fumo tabaco, pero siempre he estado rodeado de gente que fuma porros, así que al final acabas fumando, incluso tuve una novia que durante un tiempo se aficionó a ellos. Curiosamente sin ser yo un porrero oficial, una vez perdí el juicio y, en una vacaciones, decidí emular al protagonista de “El expreso de medianoche”, llevándome conmigo una bolsa de marihuana desde Ámsterdam a Atenas, cruzando con ella por la aduana griega, donde los perros me miraban de refilón No se pude ser más peliculero… ni más gilipollas, claro.

Con la cocaína tampoco he tenido una gran historia, pese a currar en un medio donde es muy demandada, a veces por vicio, otras por puro postureo, pero es un clásico que incluso ya parece un cliché. También hubo una época de mi vida en que a veces la consumía, no lo niego, aunque tampoco fueron muchas, la verdad, entre otras cosas porque me sigue pareciendo la misma sensación de meterse por la nariz un gelocatil, algo que, ahora que lo pienso, debería hacer cuando me asalta un trancazo, por ver si es más efectivo. Incluso unos operadores de cámara algo viciosos con los que trabajé en una época remota, me proporcionaban de vez en cuando unos gramillos, sintiéndome de nuevo (como en el colegio en los tiempos de la chica de la patilla) un tipo importante, digno de admiración y respeto, un enrollao de la vida.

Del resto de las drogas, la verdad es que no he sido muy de ir a Raves ni a Ibiza, así que salvo el estribillo que me sé de memoria de ese artista del Renacimento llamado Chimo Bayo y su “ésta sí, ésta no, ésta me gusta me la como yo, hoo ha”, poco más me ha acercado al mundo de las drogas sintéticas, por no hablar de las actuales, que las desconozco todas.

El caso es que en un momento de la fiesta, ya avanzada la noche, el anfitrión empezó a caminar entre los grupos de gente, portando una bolsita de papel con imagino alguna sustancia glorificante. De nuevo, mi mente viajaba más rápido que la razón, me imaginaba que se acercaba a mi persona y depositaba el polvo blanco sobre el escote de alguna moza descarriada, sintiéndome por fin una especie de Errol Flynn 2.0; incluso me imaginaba que en la cocina de la casa, sobre una montaña blanca sin cortar, yo metía la cabeza a lo Tony Montana y luego, con acento cubano y un M-16 en la mano, decía eso de “¡¡¡venir a por mí, maricas!!! Y en esas ensoñaciones estaba cuando una voz dijo mi apellido. Entonces me asusté, por una vez no estaba en clase, ni era el ultimo esperando a que dijeran mi nota, ni había vuelto al colegio de curas. El anfitrión, un tipo bastante alto, desgarbado, de pelo confuso apuntando hacia el cielo, profundos ojos azules, barba rala, bastante bien cuidada, con sonrisa picara con que se habrá llevado de calle a las féminas, se acercó a mi persona como si fuera el chaval ingenuo al que le van a dar a probar algo que le va a gustar.

Metió el dedo índice en el envoltorio de papel, sacando un poco de una sustancia cristalina de color marrón, casi transparente, una especie de azúcar moreno cristalizado que acercaba a mi cara, invitándome a que la probase. Uno, que como ya he dicho, no está muy al tanto de las tendencias, quiso ir de enterao, así que pensé para mis adentros: se van a enterar estos jovenzuelos de lo que vale un peine. En mi despiste habitual no me fijé cómo consumía el resto de la gente de la fiesta, así que acerqué mi napia a su dedo para esnifar lo que yo imaginaba una cocaína algo negruzca, que me iba hacer a sentir Tony, qué coño.

De pronto, el anfitrión retiró su dedo de mi nariz y creo que soltó un rotundo “¡pero qué haces!, o algo parecido, no recuerdo bien. Un estruendo de carcajadas resonó alrededor mío. No entendía muy bien el motivo de la mofa, aunque enseguida salí de dudas: el espigado dueño de la casa me aclaró que  no era coca lo que me quería dar a probar, sino eme o cristal (MDMA, que se me traba la lengua cuando lo digo, vamos Metanfetamina, parecida a la de Breaking Bad, pero sin color azul), y que no se esnifa, sino que se chupa. Ante el descojone de la gente, por unos instantes en lugar de Pacino, me sentí como el ingenuo chaval de Amarcord al que la germánica estanquera de tetas enormes le decía eso de ¡¡pero no soples, chupa, chupa!!

© Gonzalo Visedo


bochorno879
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