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  • Foto del escritorGonzalo Visedo

Siente a un oficinista a su mesa

El otro día, un ex compañero de Indra, la corporación sobre la que escribí parabienes en mi libro Miserables, me preguntó por WhatsApp (ya nadie llama) si había visto la serie Severance (Separación). Al principio, le contesté que no, aunque es cierto que me sonaba haber visto de pasada alguna referencia en Internet. Me insistió en que la echase un vistazo porque me iba a gustar. Al buscar información, y ver su sinopsis, enseguida deduje su aviso: la historia (una terrible distopía) transcurre en una oficina de una gran corporación. Como no tengo la aplicación donde se emite, le pedí si me la podía conseguir. Como es joven, y con buenas habilidades, de las cuales se aprovecha Indra por el salario mínimo desde hace años, consiguió pasarme la serie en plan pirata. No voy a decir que la vean o la busquen, ni idea si tienen Apple+. Otra corporación de nuestro mundo que, al tiempo que lo jode todo, denuncia con ficciones a gente como ellos mismos. Pero quedan bien. Esa hipocresía con la que se maneja de siempre el capitalismo: cualquier causa que dé mucho dinero siempre será nuestra causa.


Dan Herikson, el creador de esta serie dirigida magistralmente por Ben Stiller y Aoife McArdle, estuvo tiempo moviendo el guion que escribió a la vez que trabajaba en una oficina de una gran multinacional, donde le diluían el cerebro con mucha sonrisa y muchos premios a la productividad. De hecho, si se fijaron en su historia fue gracias a una web de guiones de terror (Bloodlist) que no han sido llevados a la pantalla. Por suerte para él, Ben Stiller se fijó en su gran concept (premisa). Como para no hacerlo: una gran corporación ha inventado un microchip, insertado en el cerebro, que permite a sus trabajadores ser rentables en la oficina a la par que felices. ¿Cómo? Borrándoles su personalidad. De 9 a 17 son trabajadores que no recuerdan su vida fuera de ella, ni quienes son, si tienen padres, hijos, pareja, sin son yonquis, locos, artistas en paro, gays, heteros o el hombre bala. Cuando se meten en el ascensor de la empresa, su conciencia se transforma gracias al chip. Y al salir de trabajar, tampoco recuerdan nada de sus ocho horas dedicadas a la empresa, ni qué hacen, ni quienes son sus compañeros, ni sus jefes, si les putean, o si les torturan por no cumplir las cuotas de productividad. Y esto último que digo no es baladí, si ven la serie. Les podrá parecer surrealista, pero estoy seguro de que Indra, o empresas de esa calaña, lo aplaudirían, pero no por ser malvadas, sino porque lo único que importa es el lucro máximo de unos cuantos y la deshumanización de sus currelas. De hecho, ellos no necesitan introducir nada en la cabeza, les basta con praderas enormes donde no se abren las ventanas y la ventilación es irregular, máquinas de vending, comedores donde no hay espacio para todos, pantallas que emiten en bucle publicidad interna de la corporación, donde actores jóvenes y guapos te hablan de valores y la felicidad, mientras tú tomas un café con un bollo, gordo y amargado de la vida. Y si das problemas, no es necesaria una sala de torturas para reconducir tu carácter, ya lo hacen mediante el mobbing u acoso laboral, pero siempre en plan guay.


Soy poco amigo de las series, se me hacen largas y me sobran tramas. A ésta, en un momento dado, parece que le puede pasar y la alegoría la lleva al exceso (lo cual creo que es bueno), pero es cierto que sabe reconducir en los episodios finales. El último recuerda a Lost, juegan muy bien con el cliffhanger y genera mucha tensión. El reparto es excepcional, especialmente los desgraciados oficinistas: Adam Scott, Zach Cherry, Britt Lover y John Turturro (este grandioso, como siempre). Y tremendamente inquietante Tramen Tillman como supervisor del grupo, que, claro, va de enrollado. También salen Christopher Walken, y Patricia Arquette. O sea, calidad. Estéticamente la serie es maravillosa en su puesta en escena, la elección de los ángulos de cámara que hace Stiller, los movimientos y seguimientos cuando caminan por los eternos pasillos y, en lugar de praderas con decenas de cubículos, aquí les tienen en una gran sala blanca minimalista y retro.


Severance rezuma mala leche por parte de su showrunner, que es su primer trabajo. El que lo ha sufrido, lo detecta rápido, como si fuera un perrillo olisqueando el trasero de otro. Por eso es necesaria verla, no porque vayan a animarse a quemar con teas, al mejor estilo medieval, despachos de CEO, consejos de administración, departamentos de RR.HH., de marketing y publicidad, los cuales, todos ellos, lo tienen más que merecido los muy HDP. No, que más quisiera yo. ¡Dios me guarde de esos instintos primarios! Ya saben que la violencia es muy mala, como mucho envíen una queja por escrito a Recursos humanos, suelen escuchar en modo enrollado (todo eso lo cuento en Miserables, ya de paso me hago marketing o autobombing).


Eso sí, Severance plantea debates que ya están sobre la mesa en algunos lugares, menos aquí, claro: ¿Qué pasaría si todo este tipo de empleados dimitieran a la vez (#lagrandimisión), exigiendo una renta básica universal y que el capitalismo devolviera de una puta vez las vidas que les ha robado para beneficiar a unos cuantos pijos con estudios en escuelas privadas de negocios? Pues eso, denle una vuelta al asunto, cachorros, cachorras y cachorres oficinista/es.


Ah, y yo también tengo un guion sobre este mundo en plan distopia, modo largometraje (La deriva), muy salvaje y con poca mala leche (nooo, es broma) por si hay algún productor en la sala blanca.







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